Cuando en una sociedad libre y democrática abordamos alguna cuestión legislativa que pueda considerarse conflictiva desde el punto de vista moral, conviene tener presente el carácter pluralista de la sociedad, la cual asegura a ciudadanos considerados como libres e iguales el pleno ejercicio de sus facultades morales para adherir a distintas religiones, “ para formar, revisar y buscar racionalmente una concepción del bien”, como dice John Rawls, y que, por lo tanto, debemos apelar al uso de la Razón Pública para fundamentar decisiones .
La Razón Pública se diferencia de las razones privadas no solo porque la naturaleza del asunto es de carácter público, sino porque al contrario de aquellas no se sustenta en razones que superen la cultura pública común y la esencias constitucionales compartidas. Por ejemplo si uno intentara sancionar una ley que impone al conjunto de los ciudadanos el sistema de creencias de una religión determinada, estaría imponiendo a todos la ética de una comunidad particular, con lo cual se afectarían derechos humanos y libertades básicas, se violarían los consensos constitucionales, y de hecho la sociedad se encaminaría hacia algún tipo de teocracia .
¿Quiere decir esto que en una sociedad libre y democrática no tenemos reglas morales en base a las cuales enjuiciar una acción como correcta o incorrecta? ¿Acaso en una sociedad pluralista las obligaciones y las prohibiciones las determina el derecho positivo sin ninguna vinculación con la moral?
Decididamente no, pero, a diferencia de las sociedades premodernas, la validez de una norma moral no viene dada por el hecho de formar parte de alguna doctrina religiosa omnicomprensiva que explicaba por qué merecía reconocimiento. Para una sociedad democrática, las normas morales ni tienen un carácter universalmente vinculante, ni tienen credibilidad pública por el sólo hecho de formar parte de una doctrina determinada. En una sociedad libre, las normas morales deben ser fundamentadas mediante razones que puedan ser públicamente inteligibles. Si los afectados por una materia que requiere regulación moral llegan a un acuerdo racionalmente motivado, sólo entonces determinada norma será entendida como vinculante. Como sostiene Jürgen Habermas: “No entendemos la validez de un enunciado normativo en el sentido de la existencia de un estado de cosas, sino por la capacidad de ser digna de reconocimiento que posee la norma correspondiente”. La pretensión de validez de las normas morales no puede apelar a ningún tipo de instancia que vaya más allá de los discursos racionales y de la autovinculación consciente de la voluntad de los participantes. Un ciudadano tiene todo el derecho de creer que la ley moral emana de Dios . Lo que en una sociedad democrática no puede hacer, es pretender que esa creencia constituya una razón suficiente para que sus conciudadanos acepten la validez deontológica de las normas propuestas . Sencillamente estamos obligados a razonar y a hacerlo desde una perspectiva inclusiva con respecto al otro. Se deben dar razones que puedan ser entendidas y aceptadas por evangelistas, judíos ,católicos , ateos, etc.
El uso de la Razón Pública, el intercambio de razones es lo que nos permite compartir fundadamente creencias morales a la luz de las cuales establecemos los principios de la justicia y las normas constitucionales .
Como el carácter pluralista de la sociedad da cuenta de la existencia de diversas concepciones éticas, filosóficas y religiosas, las creencias morales que compartimos al calor de la Razón Pública se apoyan en las diversas éticas, pero no pueden abarcar la totalidad de los valores que cada posición religiosa o filosófica contiene, sino sólo aquellos que pueden ser compartidos por todos.
La filosofía y la teologías posmetafísicas se avienen a dialogar abiertamente sobre éstos temas aportando la riqueza que proviene de su específica comunidad de interpretación. Sólo los fundamentalistas, sean laicos o religiosos pretender imponer al conjunto su puntos de vista, para lo cual no recurren justamente a las razones fundadas.
Por otra parte, si bien los acuerdos racionalmente motivados suponen una reserva falibilista ,entendemos que la validez moral tiene un carácter universal, en la medida que incluye, al menos idealmente todas las perspectivas, todas las pretensiones de validez, todos los mundos. Ante las visiones contextualistas que defienden la diversidad tanto de las perspectivas culturales y morales como de los estándares de racionalidad, entiendo que la respuesta que debe darse no puede ser otra que respetar las éticas particulares y a la vez defender la moral universal.
Es dicha moral la que da fundamento al carácter universal de los derechos humanos y de las libertades básicas. Es dicha moral la que permite juzgar como inmorales e ilegítimas las violaciones a los derechos humanos que pretendan ampararse en valores éticos particulares. En nuestra propia sociedad, por ejemplo, respetamos las decisiones familiares, pero si los padres violan derechos humanos de sus hijos, los consideramos hechos inmorales, y en tal razón moral fundamos la norma positiva que autoriza la intervención del Estado.
Sin embargo, existen situaciones donde por lo complejo del problema colisionan normas morales y derechos constitucionales compartidos . Un ejemplo clásico es la temática del aborto. Todos creemos en el derecho a la vida y todos creemos en la plena autonomía moral de las personas, en su libertad de ejercer plenamente su facultad moral para decidir cuestiones éticas. Unos privilegian una cosa y otros otra. Esto constituye una controversia legítima.
Pero distinto, muy distinto, es el caso cuando se trata de un proyecto como el que acaba de aprobar la Cámara de Diputados, introduciendo las prácticas contraceptivas quirúrgicas, ya que el mismo asegura el derecho a decidir de las personas, su autonomía moral y el pleno ejercicio de su libertad sin afectar el derecho a la vida de nadie, sin vulnerar ningún derecho humano básico. En realidad lo que podría constituir la negación un derecho humano es la ausencia de una legislación que permita acceder a éstas prácticas de manera libre e informada.
Uno puede adherir a la ética de una comunidad religiosa particular, donde se conciba que el fin de las mujeres no es otro que el de ser madres, que su esencia se realiza pariendo hijos. Una sociedad libre y democrática permite que los ciudadanos en ejercicio de su poder moral adhieran a esta concepción. Lo que un sociedad democrática no permite es que se pretenda imponer al conjunto de los ciudadanos una concepción como ésta. No porque sea necesariamente errónea, nuestros acuerdos morales y constitucionales no incluyen decidir sobre si esto es erróneo o no, sino porque incluyen, y de manera imperativa, el asegurar la libertad de decidir que sobre ésta materia tiene cada uno de los miembros de la sociedad.
Si se quisiera imponer una visión como esa, se estaría violando el derecho igual que tiene cada ciudadano para ejercer el poder moral que le permite formar o adherir a un concepto determinado del bien.
Pero además, pretender que el Estado impida que una mujer decida con plena autonomía efectuarse una ligadura de trompas, basándose en el argumento de que la misma está destinada a ser madre, supone transformarla en objeto heterónomo, lo que violenta de manera particular el segundo imperativo categórico de la razón moral que impide que alguien pueda ser transformado en un medio para fines que no entiende como propios o que no han sido decididos libremente. Se decide libremente ser madre y se decide libremente no serlo. Ese es el mandato de la moral compartida en una sociedad libre y democrática.”