El deporte espectáculo, como construcción cultural, está conformado por un enorme conglomerado de elementos que excede largamente al deporte en sí, a lo que podríamos llamar acciones deportivas propiamente dichas, y emerge como uno de los pilares en los que se sustenta nuestra sociedad de consumo. Justamente, como parte de la cultura, el fútbol hoy, no es ajeno en absoluto a nuestra realidad cotidiana, a lo que nos pasa diariamente.
Es necesario aclarar este concepto para saber dónde nos paramos cuando reflexionamos acerca de la “violencia en el fútbol”; porque en una sociedad en la que los niveles de pobreza, injusticia e inequidad son vergonzosos, es evidente que se van a producir hechos que reflejen o expresen la inevitable tensión social que ello genera.
Entonces los partidos se juegan bajo un clima en el que se observan hinchas furiosos, jugadores, técnicos y árbitros muy presionados, algunos periodistas desubicados dispuestos a exacerbar aun más esas tensiones y, como si esto fuera poco, a la mayoría de los policías con su predisposición habitual al basureo y la represión dentro y fuera de los estadios.
Pero cuidado, es muy peligroso quedarse allí y pretender, como lo hacen muchos comunicadores en los medios masivos, que la violencia tiene su explicación a partir de este razonamiento; se escuchan frases del tipo: “somos violentos”, “no sabemos comportarnos como sociedad, no sabemos convivir” ,“nos peleamos por el color de una camiseta”,”es un problema de educación”. Sí, señores, hay graves problemas pero… hacernos creer que por estos argumentos somos la población en general los responsables de la violencia de tipo “barra brava”, es fruto de un cinismo descomunal.
Indudablemente, existe una violencia intrínseca en todo espectáculo futbolístico, que muchas veces genera cierto clima de complicidad, pero que debemos diferenciar tajantemente de otro tipo de violencia, que es la organizada y que, aun proviniendo de una misma raíz social, nada tiene que ver con el público común, con los hinchas apasionados, los jugadores nerviosos, ni los colores de una camiseta. Es necesario dejar en claro que la violencia barra brava responde a motivaciones completamente diferentes y que es la punta del iceberg o el eslabón visible de una cadena nefasta de relaciones que llegan a lo más alto de los poderes públicos y que responden a grandes intereses económicos.
No todo es fanatismo
Si empezamos con los sujetos que comandan una banda debemos saber que no siempre llegan a ella atraídos por el fanatismo hacia el club -muchos tienen antecedentes delictivos previos- y que si fuese así, en poco tiempo la razón fundamental por la cual continúan militando en ella es la aspiración de un poder que, a la larga, va a redituar en relaciones y dinero con el que van a “ganarse la vida”; este poder se genera fundamentalmente ejerciendo violencia de todo tipo que les sirve para extorsionar a los comunes o para alquilarse al mejor postor. Por supuesto que también existen muchos jóvenes desorientados que conforman estas bandas -que en general acompañan y son capaces de tirar alguna que otra piedra en algún enfrentamiento- y que son torpemente útiles a los veinte o treinta líderes -según el club- que manejan todo.
Las formas de financiamiento son múltiples y de allí se vislumbran rápidamente las relaciones que mantienen con jugadores, dirigentes de los clubes, todo tipo de políticos, sindicatos, policía y hombres de la justicia. Los recursos con que se alzan van desde viajar a los mundiales y partidos internacionales por centenares, hasta construir organizaciones civiles para el blanqueo legal de sus actividades.
Por el lado de los jugadores, en general, actúan por extorsión pidiendo dinero en forma directa -el que resulta difícil de negar ya que el asedio suele ser muy pesado-. Aunque es cierto que hay muchos que no aportan o bandas que tratan de no meterse con el deportista, son frecuentes las peleas dentro de los vestuarios -porque hasta allí llegan- entre jugadores y barras por este motivo.
Con los dirigentes se llegan a acuerdos en los que se incluye dinero en efectivo, entradas sin cargo que luego se venden, entrega de partidas enteras de ropa deportiva –aún cuando ello falte en el club-, micros pagos, vivienda en instalaciones del club, explotación de estacionamientos, buffet y locales comerciales. A estos arreglos se llegan por acuerdos de las dos partes o simplemente por amedrentación, porque no todos los dirigentes los quieren adentro y sufren esta realidad; pero hay una porción importante de ellos que sí interactúan y los utilizan para fines políticos dentro y fuera de los clubes o, por ejemplo, con el objetivo de apretar a un jugador o un técnico para que se vaya si lo quieren echar del equipo.
Durante largo tiempo existió esta connivencia con la dirigencia del fútbol pero en los últimos años se ha ido ampliando para instalarse en espacios más importantes de poder. La relación política-barras terminó de afianzarse y hoy es un hecho cotidiano comprobar cómo las barras colocan capos y subalternos como empleados en municipalidades, legislaturas, gremios, empresas del estado o privadas, realizan funciones de guardaespaldas y seguridad, concurren a actos o lugares donde se dirimen conflictos como grupo de choque, militan en partidos diversos a cambio de sumas de dinero y muchas actividades más. Lo mismo, aunque no tan abiertamente, ocurre con la policía y el poder judicial ya que las vinculaciones de éstos con la política los vuelca necesariamente a un cóctel que va a derivar en niveles altísimos de impunidad y de relacionamiento cara a cara que llega a situaciones que van, desde excarcelamientos inmediatos, hasta fiestas privadas donde hombres de la política, barras, jueces, fiscales y otros personajes comparten las mesas todos juntos, como en una gran familia.
¿Somos todos culpables?
Luego de esta somera descripción nos preguntamos ¿A quiénes se les ocurre responsabilizar a la población en general de los hechos de violencia desatados por este armado mafioso? Por un lado, el gorilismo culturoso y tilingo que cada vez que tiene la oportunidad aprovecha para castigar, como si ya no tuviésemos demasiado, a los sectores populares haciéndonos cargo de todos los males del país; y por el otro a la corporación dirigentes-medios de comunicación -porque hoy es difícil distinguir entre unos y otros- que se ocupa de que todo esto continúe igual, para protegerse y continuar un negocio que mueve cientos de millones, aunque aquí hagamos un alto para salvar a muchos que desde los dos sectores se niegan dignamente a jugar el rol de cómplices.
Solamente a un tonto se le puede hacer creer que dejando a los visitantes sin ir a la cancha se va a terminar con las mafias; o que la solución pasa por la quita de puntos o incautando encendedores a los espectadores en la cancha, cuando por otra puerta entrarían un misil si quisieran. Hasta le intentaron hacer creer a los socios de los clubes que instalando cámaras de video se iba a acabar con los problemas, pero no sólo no ocurrió eso sino que además aprovecharon para realizar sus propios negociados con la empresa contratada.
Las mafias en el fútbol se van a terminar el día que haya una decisión política de hacerlo, ni antes, ni después; es muy fácil, todos saben quiénes son, los delitos que cometen y cometieron pero… ¿a quién le conviene que ello ocurra? Evidentemente a los que deben tomar las decisiones, no. Por lo pronto, nos queda la esperanza de que el pueblo futbolero, al igual que la sociedad en su conjunto, tome un rol protagónico en este proceso y se enfrente a la necesidad de un cambio. Mientras tanto, esperaremos, a que les hagan parar un poco la mano para que todo se vuelva a tranquilizar y que en un tiempo nadie más hable de esto.