Diego era un muchacho de un barrio pobre de Concordia. Sufría, además de la miseria material, el abandono afectivo de una familia que poco podía sostenerse a sí misma, con un padre violento, alcohólico y golpeador y una mamá que mandaba a sus hijos a mendigar o a trabajar, como estrategia de subsistencia. Parte de esa estrategia era dejar a los “improductivos” como Diego en el “Loquero”. Obviamente que estoy lejos de hacer una descripción moral del caso, sino que por el contrario, intento transmitir las duras condiciones de vida que deben afrontar sectores de nuestra comunidad condenados a la expulsión social , en las que depositar a uno de sus miembros en un manicomio, no deja de ser, paradójicamente, una forma de ocuparse de él.
Así su madre no pretendía, ni mucho menos, su externación, y era poco lo que lo visitaba. Diego había ocasionado, en medio de la locura que produce la miseria, una situación violenta en la vía pública, en la que, en episodio confuso, había agredido a un policía. Esa experiencia, poco clara, bastó para estigmatizarlo, para que llevara, eternamente, el rótulo de “paciente peligroso”.
Con esos “antecedentes”, el Psiquiatra de la Colonia de ese entonces, que se solazaba de realizar -según sus propias palabras- una “Psiquiatría veterinaria”, lo había mandado a encerrar durante casi un año en los siniestros “box de aislamiento” de la Colonia, verdadero eufemismo para nombrar sutilmente a los calabozos húmedos y espantosos donde iban a aparar los pacientes “en crisis”, castigados o simplemente “molestos”.
Fue gratificante al menos transformar varios de ellos en “salas psicopedagógicos”. Hoy, afortunadamente, son un triste recuerdo.
Cuando comencé a trabajar en la Colonia, una de las primeras tareas a las que nos dimos con el menguado equipo interdisciplinario, fue comenzar a sacar a Diego del Box, paulatinamente, para realizar actividades de huerta, jardín, etc. y así desmitificar su peligrosidad.
Finalmente logramos que Diego volviera después de penosos meses de encierro, casi permanente, a la sala común.
Y era Diego, quien me referían, estaba “en crisis”, a pocos minutos de iniciarse el partido. Cuando llegué me encontré con una escena increíble, parida de una imagen de medio oriente: Varios policías apostados, entre ellos el jefe, con sus armas y escopetas, apuntando hacia donde estaba un Diego parapetado con infinidad de cascotes con los que se había muñido para enfrentar las singular batalla. Me decidí a hablar con el Jefe de policía, que parecía ser la parte más belicosa del conflicto, y se decía determinado a “tirar a las piernas” si el rebelde iniciaba un ataque. Le pedí que me dejara actuar e intenté que comprendiera la “locura” en sus intenciones. Me acerqué entonces, tranquilamente a Diego. Estaba tenso y realmente furioso con la situación que se había desatado. Le pedí que dejara los cascotes en el suelo y lo invité a hablar. Comenzó a llorar como un niño diciéndome que extrañaba a su mamá, que quería “escaparse” para ir a verla.
Definitivamente solicité a los policías que se retiraran. Lo consolé un rato. Lo contuve. Dejé que desahogara toda su angustia. No detenía su llanto ni dejaba de pedirme por su madre. Le dije que en ese momento era imposible, que al día siguiente me comprometía a gestionar su visita. Acepta y se calma. Eso era todo.
Recordé que Diego era un gran hincha de boca y un fanático del fútbol, entonces, se me ocurrió invitarlo a ir a ver el partido al pueblo. Otro paciente se ofrece a ayudarme acompañándome, creo que con intenciones de ver el partido más que nada. A los pocos minutos estábamos los tres instalados en el bar, ante la inquieta mirada de los clientes y el dueño que enseguida percibieron nuestra indisimulable procedencia.
Boca perdió 4 a 1 en un partido para el olvido de no ser por las inusitadas circunstancias. Al final volvimos tristes y cabizbajos los tres a la Colonia, donde hablamos un rato más, de todo un poco, en esa jornada que se había alargado demasiado.
Al otro día logré que la mamá de Diego fuera a visitarlo. Finalmente, después de años, Diego volvió a Concordia, donde sigue sobreviviendo junto a su familia, inventando estrategias para batallar en la miseria.
(*) Psicólogo. MP243