Jorge no quería alumnos que pudieran repetir definiciones, sino que supieran pensar, criticar, debatir, arribar a conclusiones quizá inesperadas para ellos mismos. Quería que el conocimiento sirviera para entender un poco mejor el mundo, no sólo para aprobar exámenes. Hablaba de reemplazar una “cultura pared” por una “cultura red”.
No quería que las asignaturas fueran “compartimentos estancos”. Pero estas y otras muletillas no deben hacer pensar en un hombre serio ni mucho menos dogmático. Lo primero que uno conocía de Jorge era su humor incomparable, su risa contagiosa, su alegría. Creo que está por escribirse la historia de esa época, que fue dorada para quienes la vivimos; creo también que era él mismo quien mejor hubiera podido escribirla, dado que fue uno de sus protagonistas indiscutibles.
Vista a la distancia, la experiencia de la Escuela “Borges” se integra muy bien en el paisaje de aquella primavera democrática, a mediados de los 80. Pero no hay que olvidar, ante todo, que una escuela no se hace sola, y por mucho esfuerzo, imaginación y tiempo que muchos le hayamos dedicado, hubo un primer demiurgo que estaba en todo, y ese era Jorge Calza; no sería justo callar tampoco que una parte importante de su propia experiencia docente se había forjado en el “Proyecto 13” de la Escuela de Comercio.
Y también importa decir que por esos tiempos una escuela como esta chocaba frontalmente con los más arraigados prejuicios vigentes en educación. Había que reemplazar la pared por la red, y esto implicaba reemplazar autoritarismo por democracia. Lo cual no es fácil, aunque lo parezca, sobre todo considerando que era una escuela pública, que estuvo sujeta a diversos vaivenes y que muchos la miraban con recelo, si no francamente con aversión. Contra viento y marea, el proyecto siguió adelante y dio mucho fruto.
Después Jorge tomó otros rumbos. En algunos de ellos tuve también la suerte de acompañarlo, siempre admirando su generosidad, su libertad interior, su manera única de considerar a sus alumnos, su don de autocrítica. Jorge era un maestro de veras, de los que no intentan convencer o imponerse, sino que despiertan en otros el amor al conocimiento y el deseo de autonomía.
Una mente libre, despejada, original, que generaba entusiasmos con cada proyecto que hacía nacer. Dejó su huella, entre otras instituciones, en la Escuela de Comercio, en la Alianza Francesa, en el Profesorado de Ciencias Sociales, en la escuela Los Naranjos, en la Universidad de Entre Ríos. Para mí, fue sobre todo, como he dicho, el creador de la Escuela Borges, donde yo sentí, como otros de mi generación, que empezaba de verdad mi carrera docente. Durante largos años compartimos infinidad de tareas, confidencias y alegrías.
Con él se muere una parte nuestra; nos hemos vuelto desde ayer más pobres; nos hemos quedado más solos. Nos quedan sus inventos geniales, su inteligencia penetrante, su entusiasmo cuando redescubría la infatigable creación de las lenguas y de las mentes humanas. Tal vez esto sea poco para despedir a un amigo como él. La existencia, tarde o temprano, nos derrota a todos, no sin antes enviarnos sus heraldos negros. Yo sé que mientras viva lo seguiré queriendo, recordando y citando.
Sus palabras, la voz inolvidable que las decía, perdurarán en quienes fuimos sus amigos, sus colegas y sus alumnos. Uno de estos me decía ayer que la siembra que hizo Jorge Calza brotará y volverá a brotar. Esa será su inmortalidad, y así quizá tendremos lo que tantas veces repetía con fervor: que hasta las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan una segunda oportunidad sobre la tierra.