Un debate demasiado sutil

Además de dejar un tendal de víctimas, las crisis económicas suelen aportar un claro beneficio hacia las minorías más acomodadas: disciplinan los reclamos de las mayorías. Así ocurrió en nuestro país con la hiperinflación del final del gobierno de Raúl Alfonsín y del inicio del de Carlos Menem. El terror que generó la sensación de la plata evaporándose de los bolsillos disciplinó a gran parte de la sociedad y permitió las reformas estructurales que Menem implementó a una velocidad nunca vista en otros países que sucumbieron a los mismos vientos neoliberales. La ciudadanía aceptó esa “cirugía mayor sin anestesia” con tal de no volver a padecer aquel infierno y premió con la reelección a quien frenó ese flagelo.

La crisis de la Convertibilidad, diez años más tarde, también disciplinó el reclamo social, aún detrás de la furia aparente del “que se vayan todos”. Ya no se trataba de debatir aumentos salariales o ampliar derechos sino de lograr comer. A la vez que el gobierno de Eduardo Duhalde salvaba a los grandes conglomerados nacionales como el Banco de Galicia, Techint, IRSA o Clarín a través de la pesificación asimétrica, también llegaba a las capas más empobrecidas de la sociedad con el notable Plan Jefas y Jefes, que implementó junto a su ministra Graciela Camaño. Los accionistas de las empresas más poderosas del país pudieron así trasladar sus pasivos al conjunto de la sociedad y mantener el control de sus empresas sin que el Estado se quedara con parte del paquete accionario, mientras que los ciudadanos más golpeados por la crisis recibían un sustento básico. No fue un trato muy equitativo.

Unos años después, con la crisis financiera del 2008, algo similar ocurrió del otro lado del Atlántico. En Europa en general y particularmente en España, las grandes empresas salieron fortalecidas del tsunami financiero mientras caía el poder adquisitivo de los trabajadores. Así, el final de la crisis vio a Amancio Ortega, el dueño de Zara, aún más rico, mientras sus empleados se hicieron más pobres.

Luego de la pandemia que representó el gobierno de Cambiemos para los asalariados y jubilados, la pandemia de Covid tuvo un segundo efecto devastador. Casi la mitad de la población se encuentra bajo la línea de pobreza y diez millones de personas acuden a los comedores. La caída del salario -el mayor de la región contado en dólares al final del gobierno de CFK- fue tal que hoy un empleo declarado no garantiza dejar de ser pobre, un hecho escandaloso que atenta contra el propio sistema democrático.

Luego de más de un año y medio de pandemia y gracias al masivo plan de vacunación, la caída de casos posibilita una flexibilización de las medidas sanitarias. Desde hace unos meses los indicadores económicos señalan una recuperación, en particular en el sector industrial que ya supera los índices del 2019. Sin embargo, la recuperación de la actividad no se refleja en un aumento similar del empleo ni tampoco en un incremento de los salarios, que siguen por el piso. Según Emmanuel Alvarez Agis, el costo del trabajo para una empresa cayó a la mitad con respecto al 2017.

Como escribimos en esta misma columna hace un tiempo, las preocupaciones populares son hoy sólo dos: vacuna y bolsillo. La primera fue resuelta con éxito por el gobierno. El resultado de las PASO parece indicar que para las mayorías el gobierno fracasó en la segunda.

Como señaló Amado Boudou, “acá falta un shock distributivo para cortar la inercia del desastre que dejó Macri. La Argentina no puede funcionar con este nivel de ingresos.” Por su lado, Roberto Feletti, opinó que “la Argentina debiera satisfacer vivienda, indumentaria y alimentos, que se producen acá, no requieren de dólares.”

No se trata de gastos suntuosos, de viajes o plasmas que impactan en la eterna restricción externa, sino de responder a la urgencia de las mayorías: comida, ropa y techo. Una urgencia, que como señaló Feletti, no requiere de divisas. En su última carta abierta, CFK denunció tanto la subejecución del presupuesto como el ajuste fiscal. Con respecto al aumento del gasto público señaló: “simplemente estoy recogiendo lo que en este contexto global de pandemia está sucediendo a lo largo y a lo ancho del mundo, desde Estados Unidos, pasando por Europa y en nuestra región también: el Estado atemperando las consecuencias trágicas de la pandemia.”

La respuesta del ministro de Economía Martín Guzmán fue que en realidad no se trata de un ajuste fiscal sino de una reducción del déficit. Ese debate sutil, casi talmúdico, no parece responder a la escala de una de las peores crisis de nuestra historia ni tampoco a la impaciencia manifiesta del electorado.

Teniendo en cuenta que la oposición ofrece como salida de crisis la reducción de salarios y la eliminación de indemnizaciones, es decir, eso que ocurrió en España; el bienestar de las mayorías depende de un claro cambio de diagnóstico del oficialismo.

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