TIRESIAS
(Traducción del cuento “Tiresia” del libro “La Chiave a Stella” de Primo Levi).
Regularmente no sucede así. Normalmente es él que comienza imponiéndose, que tiene alguna aventura o desventura que relatar, y la revela toda de golpe, con aquella manera suya desordenada a la cual ya estoy habituado, sin dejarse interrumpir excepto por algún breve pedido de explicación.
Sucede así que se tiende mas bien al monólogo que al diálogo, y haciendo aún mas pesado el monólogo con sus tics repetitivos, con su lenguaje que tira hacia el gris; quizás es el gris de las nieblas de nuestro país, o quizás es en cambio aquel de las chapas o los perfiles metálicos que son los héroes efectivos de sus relatos.
Aquella tarde, en cambio, parecía que las cosas se iban a encaminar de otro modo: él había bebido bastante, y el vino, que era un fuerte vino turbio, espeso y ácido, lo había alterado un poco. No lo había ofuscado, y por lo demás ( dice él ) uno que hace su oficio no debe dejarse jamás tomar de sorpresa, debe siempre estar alerta como los agentes secretos que se ven en el cine. No había empañado su lucidez, sino que lo había como desnudado, había agrietado su armadura de reserva.
Jamás lo había visto tan taciturno, pero, extrañamente, su silencio lo acercaba en vez de alejarlo. Ha vaciado todavía un vaso, sin avidez ni gusto, sino al contrario, con la obstinación amarga de quien engulle una medicina: “…pero así que estas historias que yo le cuento usted después las escribe?”
Le he respondido que tal vez si: que no estaba saciado de escribir, que escribir era mi segundo oficio, y que estaba meditando, precisamente en aquellos días, si no hubiera sido mas bello convertirlo en oficio primero y único. ¿No estaba de acuerdo en que yo a sus historias las escribiese? Otras veces se había mostrado contento, o incluso orgulloso. “ Ya. Bueno, no me haga caso, sabe, los días no son para nada todos iguales, y hoy es una jornada al revés, una de aquellas en que ni una sale derecha. Hay veces en que a uno se le escapa incluso la voluntad de trabajar.” Ha callado largamente, después ha retomado:
“Y si, hay días que todo sale atravesado; y hay que decir que uno no tiene la culpa, que el plano es confuso, que uno está cansado y que por añadidura sopla un viento del demonio: todo cierto, pero aquel embuchado que uno siente aquí, aquello no te lo quita ninguno. Y entonces uno se pregunta incluso hasta con aquellas preguntas que no tienen ningún sentido, como por ejemplo qué cosa venimos a hacer en el mundo, y si lo piensa de uno mismo, no puede un cuerno responder que estamos en el mundo para armar torres de alta tensión ¿digo bien?. En suma, cuando usted se rompe doce días, le pone todo el sentido y toda la astucia, suda, se congela y escarcha, y después le vienen las sospechas, y comienzan a roerlo, y usted controla, y el trabajo va torcido, y casi no lo cree porque no lo quiere creer, pero después re controla y nada que hacer todas las cosas están en su lugar, entonces, querido amigo, ¿cómo la seguimos? Entonces, a la fuerza, uno cambia de mentalidad, comienza a pensar que no hay nada que valga la pena, y le gustaría hacer otro trabajo, y además piensa que todos los trabajos son iguales, y que también el mundo está torcido, aunque ahora caminamos sobre la luna, y es que siempre ha estado torcido, y no lo endereza nadie, y figúrese que lo enderece un armador de torres de alta tensión. Así es, uno piensa así… Pero dígame un poco, ¿ Les pasa también a ustedes?”
¡ Cuán obstinada es la ilusión óptica que hace siempre parecer menos amargos los desvelos del vecino y más amable su oficio!
Le he contestado que hacer comparaciones es difícil; que aún habiendo tenido oficios similares al suyo, le debía reconocer que trabajar sentado, al abrigo y a nivel del piso es una linda ventaja. Pero que, aparte de esto, y suponiendo que me fuese lícito hablar en nombre de los escritores propiamente dichos, los días jodidos también nos tocan. En efecto, nos suceden mas a menudo, porque es más fácil verificar si está a buen nivel una carpintería metálica que una página escrita;
así puede suceder que uno escriba con entusiasmo una página, o también un libro entero, y después se dé cuenta que no está bien, que es un pastiche, tonto, ya escrito, corto, excesivo, inútil; y entonces se entristezca, y le vengan ideas al estilo de las que tenía él aquella tarde, o sea que medite cambiar de oficio, de aire y de piel, y quizás de ponerse a hacer de montador de torres de metal. Pero puede también suceder que uno escriba esas cosas, precisamente, enredadas e inútiles
( y esto pasa frecuentemente ) y no se dé cuenta y no quiera reconocerlo, lo que es muy posible, porque el papel es un material muy tolerante. Le puede escribir encima cualquier enormidad, y no protesta jamás: no hace como el maderamen de las armaduras de las minas que crujen cuando están sobrecargadas y está por producirse una catástrofe. En el oficio de escribir, la instrumentación y las señales de alarma son rudimentarias: no hay siquiera un equivalente confiable de la escuadra y la plomada. Pero si una página está mal se da cuenta quien lee, cuando ya es muy tarde, y entonces se vuelve un fracaso: también porque aquella página
es obra tuya y solo tuya, no hay excusa ni pretexto y tienes que responder plenamente por ello.
En este punto he notado que Faussone, a despecho del hálito del vino y de su malhumor, se había puesto muy atento. Había dejado de beber, y me miraba, él que habitualmente tiene un rostro de palo, fijo, menos expresivo que el fondo de una sartén, con un aire entre malicioso y maligno.
“ Ya, este es un lindo asunto. No lo había pensado nunca. Fíjese un poco, si para nosotros los instrumentos de control ninguno los hubiese inventado, y el trabajo se debiera llevar adelante así nomás, a tientas y a ciegas, sería de volverse locos.”
Le he confirmado que, en efecto, los nervios de los escritores son débiles: pero es difícil decidir si los nervios se debilitan por causa del escribir, y de la ya señalada falta de instrumentos sensibles a los cuales delegar el juicio sobre la calidad de la materia escrita, o si en cambio el oficio de escribir atraiga preferentemente a la gente predispuesta a la neurosis. De todos modos hay testimonio de que diversos escritores eran neurasténicos, o en tales se convirtieron (es siempre arduo decidir sobre las “enfermedades contraídas en servicio”), y que otros terminaron en un manicomio o en algo similar, no solo en este siglo sino también mucho antes; muchos, pues, sin llegar a declararse la enfermedad, viven mal, beben, fuman, dejan de dormir y mueren pronto.
A Faussone el juego de contrapunto entre los dos oficios le empezaba a gustar; admitirlo no hubiera sido de su estilo, que es sobrio y compuesto, pero se hacía evidente en que había dejado de beber y en que su mutismo se estaba soltando. Ha respondido:
“El hecho es que de trabajar se habla tanto, pero aquellos que hablan mas fuerte, son justo quienes no han hecho nunca la prueba. Según mi parecer, que los nervios revienten hoy en día, les pasa un poco a todos, escritores o armadores o a cualquier otra ocupación. ¿ Sabe a quien no le pasa? A los ujieres de tribunales, a los que marcan el tiempo del trabajo a los demás, aquellos jefes de las líneas de montaje porque al manicomio mandan a los otros. A propósito de los nervios: no crea un cuerno que cuando uno está allá arriba, solo, y sopla el viento, y la torre todavía no está amarrada y baila como una veleta, y usted ve en la tierra a la gente como si fueran hormigas, y con una mano está agarrado y con la otra gira la llave de estrella y sería mejor tener una tercera mano para sostener los planos y ojalá también una mano número cuatro para sacar el gancho del cinturón de seguridad; bueno, le estaba diciendo, no crea ni por broma que esto sea un buen remedio para los nervios. Para decirle la verdad, así parado en dos patas no le sabría decir de un armador que haya terminado en el manicomio, pero se de muchos, incluso amigos míos, que se enfermaron y tuvieron que cambiar de oficio.”
He debido admitir que en efecto, del lado de los escritores, las enfermedades profesionales son pocas: también porque, en general, el horario es flexible.
“Querrá decir que no hay ninguna enfermedad – intervino él bruscamente – uno no puede nunca enfermarse a fuerza de escribir. Cuanto mas, si escribe con birome, le puede salir un callo aquí. Y también de los que tienen mala suerte, mejor no acordarse.”
Nada que decir, el punto lo había señalado él: se lo admití. Con la misma caballerosidad y con la misma libertad de fantasía, Faussone salió a decir que en el fondo era como decidir si era mejor nacer varón o mujer: la palabra justa la hubiera podido decir solo uno que hubiese hecho la prueba en las dos maneras; y en este punto, incluso dándome cuenta que se trataba de un golpe bajo de parte mía, no he podido resistir a la tentación de contarle la historia de Tiresias.
Ha mostrado un cierto desagrado cuando le he referido que Júpiter y Juno, además de cónyuges eran también hermano y hermana, cosa en la cual en la escuela habitualmente no se insiste, pero que en aquella convivencia esto debía tener alguna importancia. En cambio ha manifestado interés cuando le he señalado la famosa disputa entre ellos, sobre si los placeres del amor y del sexo fuesen mas intensos para la mujer o para el hombre: extrañamente, Júpiter atribuía la primacía a las mujeres y Juno a los hombres. Faussone ha interrumpido:
“Precisamente, es como decía antes: para decidir, se necesitaba uno que hubiese probado qué efecto tiene ser hombre y también el ser mujer; pero uno así no hay, aunque cada tanto se lee en los diarios sobre aquel capitán de marina que va a Casablanca a hacerse hacer la operación y después compra cuatro hijos. Para mi son macanas de los periodistas.”
– Es probable. Pero en aquel tiempo parece que había un árbitro: era Tiresias, un sabio de Tebas, en Grecia, a quien muchos años antes le había sucedido un hecho extraño. Era hombre, hombre como yo y como usted, y un atardecer de otoño, que yo me lo imagino gris y oscuro como este, atravesando una foresta, ha encontrado un enredo de serpientes. Ha mirado mejor, y se ha dado cuenta que las serpientes eran solo dos, pero muy largas y gruesas; eran un macho y una hembra ( se ve que Tiresias era muy buen observador, porque para distinguir un pitón macho de uno hembra yo no se propiamente cómo se hará, especialmente al atardecer, y si están enredados, que no se ve donde termina uno y donde comienza el otro ), un macho y una hembra que estaban haciendo el amor. Él, o por escandalizado o por envidioso, o porque los dos le cerraban el camino, había tomado un báculo y había asestado un golpe al montón: bueno, sintió como una gran agitación, un revoltijo, y en vez de hombre se encontró siendo mujer.-
Faussone, a quien las nociones de origen humanístico le hacen venir la escarlatina, me ha dicho con una sonrisita sarcástica que una vez, y ni siquiera muy lejos de Grecia, o sea en Turquía, también había encontrado en un bosque un enredo de serpientes; pero no eran dos, eran muchas, y no pitones, sino víboras. Parecía precisamente que estuviesen haciendo el amor, a su manera, todas entrelazadas, pero él no tenía nada en contra y las había dejado en paz: “Pero ahora que conozco el mecanismo, si otra vez me vuelve a suceder, casi casi pruebo yo también.”
– Por lo tanto, parece que este Tiresias permaneció mujer por siete años, y que también como mujer había hecho sus pruebas, y que pasados los siete años había de nuevo encontrado las serpientes; y esta vez, sabiendo el truco, los garrotazos los había dado con toda intención, o sea para volver a ser hombre. Se ve que, por comparación, lo consideraba mas ventajoso; inclusive, en aquel juicio que ya le dije, le dio la razón a Júpiter, no sabría decirle porqué. Tal vez porque como mujer se había encontrado mejor, pero solo en el asunto del sexo y no para lo demás, y si no, está claro que hubiese permanecido mujer, o sea no hubiera dado el segundo garrotazo. O tal vez porque pensaba que contradiciendo a Júpiter nunca se sabe que cosa puede suceder. Pero se encontró en un gran lío, porque Juno se ofendió. –
“Y seguro, entre mujer y marido…”
– Se ofendió y lo dejó ciego, y Júpiter no pudo hacer nada, porque parece que en aquel tiempo había esta regla, que los perjuicios que un dios establecía para daño de los mortales, ningún otro dios, ni siquiera Júpiter los podía anular. A falta de algo mejor, Júpiter le concedió el don de predecir el futuro: pero como se ve en esta historia, era demasiado tarde.- Faussone jugueteaba con la botella y tenía un aire vagamente fastidiado. “Es una historia bastante linda.
Siempre se aprende una nueva. Pero no he entendido bien qué tiene que ver:
¿no querrá venirme a decir que Tiresias es usted?” No me esperaba un ataque directo. Le he explicado a Faussone que uno de los grandes privilegios de quien escribe es estar sobre lo vago y lo impreciso, decir y no decir, inventar a mansalva, fuera de toda regla de prudencia. Así pues, sobre las torres que inventamos nosotros no pasan los cables de alta tensión, si colapsan no muere ninguno, y no deben tampoco resistir al viento. Somos en suma irresponsables, y no se ha visto jamás que un escritor sea sometido a proceso o termine en la cárcel porque sus estructuras se deshagan. Pero le he dicho también que si, que quizás me di cuenta solo relatándole aquella historia, un poco Tiresias me sentía, y no solo por la doble experiencia: en tiempos lejanos yo también me había chocado con los dioses en lucha entre ellos; yo también me había encontrado las serpientes en mi camino, y aquel encuentro me había hecho mudar de condición donándome un extraño poder en la palabra. Pero desde entonces, siendo un químico para los ojos del mundo, y sintiendo en cambio sangre de escritor en las venas, me parecía tener dos almas en el cuerpo, que ya es mucho. Y que no se pusiera a delirar porque toda esta comparación era muy forzada: trabajar al límite de la tolerancia, o aún fuera, mas allá de la tolerancia, era lo hermoso de nuestro oficio. Nosotros, al contrario de los armadores de torres, cuando conseguimos forzar una resistencia, hacer un acople imposible, quedamos contentos y somos alabados.
Faussone, a quién en otras tardes le he contado mis historias, no ha presentado objeciones ni ha hecho otras preguntas, y por lo demás ya la hora era muy avanzada para llegar al fondo de la cuestión. Es mas, afirmado en mi condición de experto en ambos dioses, y no obstante él estuviese visiblemente soñoliento, he tratado de aclararle que nuestros tres oficios en total, los dos míos y el suyo, en los días buenos pueden traer la plenitud. El suyo, y el oficio químico que se le asemeja, porque enseñan a ser enteros, a pensar con las manos y con todo el cuerpo, a no rendirse ante jornadas adversas ni a fórmulas que no se entienden, porque se entienden después por el camino; y enseñan en fin a conocer la materia y a tenerla en la cabeza. El oficio de escribir, porque concede
(raramente, pero concede) algún momento de creación, como cuando en un circuito apagado de pronto pasa corriente, y entonces una lámpara se enciende o un inducido se pone en movimiento.
Quedamos de acuerdo sobre cuanto de bueno tenemos en común. Sobre la ventaja de poder medirse, de no depender de otros al medirse, del espejarse en la propia obra. Sobre el placer de ver crecer tu criatura, plancha sobre plancha, bulón tras bulón, sólida, necesaria, simétrica y adaptada a su objetivo, y después de terminada la contemplas y piensas que tal vez vivirá mas que tu, y quizás servirá a alguien que tu no conoces y que no te conoce.
Ojalá pudieras volver a mirarla de viejo, y te parezca hermosa, pues no importa tanto que te parezca hermosa solo a ti, y podrás decirte a ti mismo: “tal vez otro no lo hubiera logrado”.