Lo instituido es lo establecido socialmente, el conjunto de valores y normas dominantes en una sociedad, se reviste de una fuerza conservadora. Lo instituyente son las fuerzas que cuestionan y tensionan lo instituido. Lo instituido busca conservar el orden del Poder, de una manera irreflexiva. Intenta reproducirlo como un orden natural, una realidad que es así y no puede cambiarse. Para lograr sus fines necesita sujetos acríticos, obedientes, sometidos a una educación bancaria, a un aprendizaje pasivo, en el que quien posee el saber-poder, elaborado por las clases dominantes, depositan un conocimiento, su verdad, que de un modo incuestionable, los alumnos repiten (1). Así emergen sujetos/sujetados a los dictados del Poder. Aquellos que vociferan sin pensar, como propias, las falacias emitidas de un modo agobiante, por los medios masivos, hegemónicos de (in) comunicación. El verticalismo del sistema educativo tiende a sostener una cultura autoritaria, y a obstaculizar procesos de democratización institucionales. A cumplir con su encargo social de reproducir las relaciones de poder y sometimiento propios del capitalismo. Existen, de ese modo, “naturalmente”, las clases que mandan y las que obedecen. Poseedores y carenciados. De ahí creo, la significación y la importancia que tienen estas micro-desobediencias.
Un par de años atrás, los directivos de una escuela prohibieron, arbitrariamente, el uso del color en el pelo, adornos, colgantes, etc., también del uso del mate (con toda la ambigüedad implicada), y de la justificación de las inasistencias los días de lluvia, para aquellos chicos que tenían dificultades para llegar. Los alumnos respondieron con una “sentada” como protesta, por no ser escuchados. Los directivos dijeron que la escuela debía adaptarlos al mundo del trabajo, y que cuando ingresen a una empresa deberán ir, llueva o truene. Uno puede pensar que la escuela puede -además- enseñar los derechos de los trabajadores, para prepararlos para ese infausto mundo, para defenderse y luchar. Sobre todo en la ciudad más empobrecida del país, a raíz del negreo y la explotación laboral. Por eso vale la experiencia de la desobediencia.
Del mismo modo sucedió este verano devastador, con temperaturas de más de 40 grados ininterrumpidas. No sé si las escuelas enseñaron las causas, tampoco naturales, de semejantes anomalías en el clima, producto de la destrucción del hombre sobre la ecología. Si es seguro que, en algunas, pretendían la continuación normal de las clases, con aulas sin ventiladores, baños sin agua y kioscos cerrados, más la impostura de pantalones largos, en reemplazo de las polleras. La indignación de los chicos creció, no solo por las descomposturas, sino porque esas decisiones eran tomadas en oficinas acondicionadas para no sufrir el infierno. Allí también se animaron a protestar con sentadas, ante el desconcierto de los directivos.
Aunque lograron el éxito con la medida, me contaron algunos chicos que comenzaron a reprocharse las consecuencias: Que los tomarían entre ojos, que les prohibirían estudiantinas, carrozas, viajes, etc. El miedo y el disciplinamiento son las lógicas que el sistema activa ante cualquier acto de “subversión”. Lo hemos probado todos, como alumnos, como docentes, como padres, las sutiles represalias que reserva el sistema a los levantiscos. “Tomar entre ojos” es una metáfora habitual para describirlas, comparación que en sí misma, revela los dispositivos panópticos descriptos por Foucault en “Vigilar y Castigar”.
Estas pequeñas escenas de conflicto, revelan las dificultades para democratizar estas instituciones. Para que los acuerdos escolares de convivencia tengan una verdadera consistencia. En algunas instituciones lo consiguen, con compromiso, y en otras constituyen un verdadero copie y pegue, que veda la participación de la comunidad educativa, en la construcción de aquella normativa (los A.E.C) que constituye la “ley de la escuela”. Ellos constituyen espacios democráticos para tramitar las tensiones propias de la convivencia en las instituciones.
Ahora el problema, parece ser el mate, una infusión maravillosa que nos viene de los pueblos originarios, ese objeto que compartimos en los albores del día, en un ritual que crea el clima de la temprana conexión con nosotros mismos, del pensamiento, de la reflexión, del descanso, pero también del diálogo. Ese noble compañero que comunica hospitalidad, amistad, solidaridad, sinónimo de afecto y juntada, no puede, nunca, ser perturbador del aprendizaje escolar, salvo capricho y arbitrariedad de quienes lo prohíben. Recuerdo mis años del secundario en la nocturna de la escuela “José Gervasio Artigas” de la Bianca, aprendiendo, mate en mano, clima ameno y constructivo, en el intercambio enriquecedor con compañeros y profesores, cada una de las materias. Recuerdo a Isolina Teira, querida directora del colegio, maestra insobornable de la libertad y la dignidad de los alumnos, luchadora incansable en la formación de sujetos pensantes. Ojalá esos afanes desalienantes sean ejemplares de una práctica cotidiana que transforme y democratice las instituciones. Ojalá que el “mate”, eso que corona nuestro cuerpo, sea, en todas las escuelas, la sede indestructible de un pensamiento crítico que emancipe al hombre de todo sojuzgamiento, y no de un anquilosado recipiente de la obediencia.
(1) “Pedagogía del oprimido” Paulo Freire
(*) Psicólogo. MP 243
