Tolerancia a la frustración

Por Fosforito

Ariel vendió hasta la colección que tenía de CDs originales. Vendió todos sus instrumentos. Su cámara “gopro”, la net, la cocina, el ventilador, la cama y hasta las zapatillas y remeras con poco uso. También el auto. Se deshizo de casi todo lo que tenía. Dejó el departamento que alquilaba y volvió a la casa de sus padres por un tiempo. Está juntando plata porque se va a vivir a la isla de Irlanda.

Hasta hace poco apostaba fuerte a su banda de rock. Ponía en ese proyecto buena parte de lo que ganaba como playero en una estación de servicio. Entre todos los integrantes costeaban de sus bolsillos los viajes para ser  el “grupo soporte” de otras bandas que parecían estar despegando en el circuito alternativo de Buenos Aires, Santa Fe, Rosario o La Plata. Elaboraban su propio merchandising, hacían relaciones públicas, tocaban todas las puertas posibles. Le daban valor agregado a sus recitales con las mejores luces y el mejor sonido que podían pagar, pantalla gigante, con el logo y el nombre de la banda que aparecía y desaparecía, mientras las imágenes desconectadas se sucedían en un clip tras otro. Hacían mucha movida en las redes sociales y tenían sus canciones subidas a casi todas las plataformas musicales. Y, sobre todo, eran muy buenos músicos. Cada show era mejor, se mostraban profesionales, se lo habían tomado en serio… La expectativa era alta.

Pero a veces pasan cosas: Alguno de los miembros se cansa, pierde el enfoque y el compromiso. Tarde o temprano abandona o es abandonado. Entonces hay que volver a armar, encontrar no sólo al músico reemplazante sino también a la persona que ensamble en el grupo humano. Que comparta el mismo hambre. Y volver a empezar, probar y esperar que funcione…

O simplemente las cosas no pasan, no llegan, no se dan, por más que las busques con desvelo.

-Persevera y triunfarás, mi estimado

-Ojalá todo fuera fácil como una frase motivadora, Fosforito

“Nosotros tuvimos un poco más los pies sobre la tierra”, comentó un colega – un “bro”, como se dice en el ambiente- de la banda de los veteranos escépticos que abrazaron la idea de que se trata de pasarla bien sin esperar demasiado.

Ariel en cambio se pegó la cabeza contra la pared. Una vez despabilado del sueño de rockstar, lo que vio al despertar fueron las sobras: un trabajo que no quería más, que ya no iba a ser un medio sino un fin, y más de lo mismo: angustia, incertidumbre y el hartazgo por un país que vive de salto en salto, de crisis en crisis, por motivos que no entiende, ni le interesa mucho saber: No importa si pasaron cosas, si no hay dólares y debemos muchos, si es culpa de la peste, de los políticos, de los pobres, del FMI, del Círculo Rojo o de Magoya.

Liviano de equipaje, dice que se va “podrido de todo”. Con la expectativa bien alta de que allá –o en cualquier otro lado- le irá mejor.

Cuando te rompes el lomo para no llegar a nada, puede dar lo mismo si es Londres, Belfast o Dublín.

Debería estar feliz por él sino fuera por culpa de este sentimiento encontrado que a uno lo invade cuando alguien se va como “al voleo” porque siente que el porvenir por acá no está.

Y no sé si es la culpa de “un país de mierda”, de la poca tolerancia a la frustración, o del sopapeo que te dan todos los días con titulares para quebrarte la moral, rendirte o hacerte huir. 

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