El lunes regresamos al barrio La Nueva Generación después de un par de semanas. La última vez que estuve fue en medio del temporal que azotó la mayoría de las casillas de los vecinos, y también afectó seriamente el techo del comedor popular. Entonces el clima social estaba agitado. Un grupo de vecinos marchaba rumbo a la casa de una puntera vecinal, en reclamo de las chapas de cartón que según nos contó Sergio Reinoso, referente del asentamiento, debían ir para su barrio pero cambiaron de destino en el camino.
Esa misma tarde, la preocupación de los vecinos era mayúscula porque la tormenta los había dejado con lo puesto, y hasta lo puesto estaba mojado. La mayoría tenía los techos destrozados por el granizo, y para peor se enteraban por la radio que además se habían perdido varias hectáreas de arándano. Ya para entonces estaban cosechando y la perspectiva de no tener trabajo siquiera para reparar esos techos no les dejaba alternativa que reclamar la ayuda del Estado. Estado, por otra parte, con el que contribuyen todos los días cuando pagan IVA en cada alimento que compran.
Pero este lunes, la situación era diametralmente distinta…
Tras meses de lidiar con las dificultades económicas para solventar un comedor infantil al que concurrían los fines de semana entre 30 y 45 gurises, Sergio nos cuenta que hace dos semanas que ya los chicos prácticamente van solo a tomar la leche y que la mayoría come en su casa. Además algunas mujeres del barrio están trabajando de niñeras, cuidando a los hijos de las vecinas que van a cosechar arándano, y salen a las seis de la mañana para regresar a las seis o siete de la tarde.
Caminando los callejones de barro, puede verse cómo el empleo de algunos vecinos repercute positívamente en el entorno que los rodea, y la imagen del barrio por estos días es sustancialmente distinta a la de los meses anteriores.
No obstante, esta grata noticia es tan efímera como la temporada de cosecha, que este año además será más corta por la fruta perdida en el temporal pasado: “Nosotros cobramos $10 pesos por bandeja y ahora que hay poca fruta no llegamos a las 14 bandejas, hay días que laburamos 12 horas para volver con $80” Señala Sergio para graficar el nivel de explotación que se da en algunas quintas, razón por la que resolvió cambiar de patrón.
“Ahora estamos por ir a otra quinta donde respetan las ocho horas y si no llegas a las 14 bandejas (porque no hay tanta fruta) te pagan por jornal a $140” dijo.
Este razonamiento tan lógico y posible en un vecino de la ciudad, que pese a la precariedad en la que vive tiene la libertad de elegir trabajar con el empresario que le pague mejor, no lo puede hacer ni ejercer el trabajador golondrina que llega desde Santiago del Estero; Bolivia o Corrientes, y viene a parar en galpones o fincas donde no le queda otra que trabajar toda la cosecha para poder volverse con las manos mas vacías que antes.
Sergio -en cambio- si puede, entonces lo hace: Deja de ir a la parada donde habitualmente los pasa a buscar el colectivo, y va a otra que queda un poco mas lejos, camina un par de cuadras más hasta llegar a la esquina donde pasa el transporte que lo llevará a otra quinta. Son unas cuadras más a cambio de una mejor paga y mejor trato. Tomó una decisión y esa decisión tuvo que ver con la certeza de que donde estaba trabajando lo explotaban, y que había y podía conseguir empleo en otra quinta donde lo trataran mejor como empleado; al menos eso le dijo un conocido y va camino a comprobarlo por si mismo.
Es curioso, porque recuerdo mientras charlo con Sergio y este compañero suyo que lo invitó a trabajar en la otra quinta, una charla sobre el tema, que tuve hace un año con otro amigo.
Pensaba mientras lo escuchaba, en lo bueno que sería que este amigo mío me hubiera acompañado y hubiese tenido la posibilidad de hablar con Sergio.
Ya que en esa charla, mi amigo, que es estudiante y no tiene que pensar en trabajar por lo menos hasta que se reciba; opinaba muy seguro de sus dichos sobre la tal particularidad del trabajador cosechero; de lo difícil que es “trabajar con esa gente”, que él lo sabía muy bien porque tenía un conocido que es productor, y que al parecer éste le había contado que los cosecheros son así: “Un día vienen, otro día no, desaparecen por un tiempo y así” entonces con estos niveles de irregularidad -que según esta visión se fundamentaba en la falta de cultura del trabajo- “es muy difícil sacar adelante la producción” decía.
Recordaba esa charla, y escuchaba a Sergio; su lógica decisión de abandonar la quinta donde lo explotan para ir a trabajar en otra donde le proponen una mejor paga. Y pensaba en que esa libertad: La de poder elegir, de poder hablar con otros trabajadores y conocer la existencia de otras alternativas de empleo, es lo que descompaginaba -al parecer- el negocio de este productor conocido de mi amigo.
De lo que se trata, es de personas que empiezan a tener conciencia de sus derechos y hacer valer sólo una pequeña parte de estos. Se trata de personas libres, o al menos un poco más libres, que por tener casa propia, por precaria que sea, les da la libertad de decidir. Un derecho que no tienen los cosecheros que son traídos con falsas promesas y alojados en galpones donde no cuentan ni con dinero para regresar a sus provincias. En otras palabras esclavos del siglo XXI.
Pensaba además, en que esas dos formas de explotación laboral, son cada una de ellas la síntesis de dos modelos político-económicos distintos.
El esclavo sólo puede procurar su existencia, nada más que eso puede hacer con el magro salario que, como hemos publicado en varios informes, termina viéndose reducido cuando los tercerizadores les descuentan hasta el alojamiento y la comida; con lo que el pago es una mera formalidad.
El trabajador en cambio, como Sergio y sus vecinos; llega al barrio con sus 80 o 140 pesos y vuelca automáticamente ese ingreso al entorno que lo rodea, formando parte así de ese círculo virtuoso de la economía. Porque pese a lo poco que le pagan, genera empleo. Le paga a la vecina que se quedó cuidando a sus hijos, y ya puede pensar en hacer el baño de material, para lo que posiblemente hable con otro vecino que es albañil, o comprará los materiales para construirlo cuando termine la cosecha: Comprará -seguramente- ladrillos que se hacen a pocos metros de allí, en la costa del río, y estará colaborando, con esa simple acción de progreso propio, con la economía de otras familias.
Imaginemos cómo crecería ese barrio, si los cosecheros además de cosechar, pudieran dedicarse durante el resto del año a la elaboración industrial de productos derivados de este fruto, o continuar la cosecha si se comenzara a plantar otro fruto de contra-estación que les permita continuidad de la actividad durante todo el año.
Pienso en eso, y lo comparto, porque me queda cada vez más claro que no hay como ir a las fuentes para enterarse de las cosas, y creo que la puerta que se abre con la puesta en vigencia de la ley de medios, será no sólo para beneficio de los que antes no tenían vos, sino también para los que antes no teníamos oídos.