¿Somos cínicos o somos idiotas? y Política y poder

OPINION : Sandra Russo

Decía la prestigiosa socióloga Norma Giarracca, en una nota publicada el martes pasado en este diario en respuesta a una nota mía, “Lo destituyente”, que le costaba debatir con alguien que, presume, tiene sus mismas buenas intenciones. Se agradece el respeto, que es recíproco, pero también se aprovecha la ocasión. Es un buen momento para debatir entre quienes no queremos comernos los ojos. Finalmente, ésos son los debates que sirven, los intelectualmente honestos, ya que hay demasiado falso debate alrededor, demasiada cáscara de banana que encubre dinamita y no banana. Hay demasiadas poses periodísticas que encubren operaciones políticas, y hay algo que me angustia y sé que angustia a millones: estamos viviendo un altísimo grado de inseguridad informativa. Los medios concentrados están dando una batalla sucia, y del periodismo queda el decorado. Estamos siendo operados continuamente, ahogados en un clima de desánimo que todo argentino con memoria reconoce. Es el que montan para preceder la “defensa de las instituciones” acabando con ellas.
Yo planteaba en esa nota un tema que en cierto modo es tabú en el progresismo, y vuelvo a eso: hay un sector de centroizquierda, al que no le sustraigo ni un milímetro de su buena fe, que hace una lectura del kirchnerismo que es la que me parece oportuno cuestionar, en un ir más allá de los clichés y los slogans, pero también en la afirmación de otras lecturas que, en mi caso, no provienen de la estructura partidaria ni, desde luego, del interés económico.
Hace más de treinta años que trabajo en medios y a lo largo de esos años defendí siempre las mismas banderas. No son muy distintas de las que defiende Norma Giarracca en su artículo. Los derechos humanos, la equidad social, los derechos de los pueblos originarios, la soberanía medioambiental. Si me pongo a pensar si el kirchnerismo implica una victoria sobre cada uno de esos aspectos, creo que en algunos sí, inequívocamente, como los derechos humanos, y en otros no. Al kirchnerismo no le atribuyo victorias, sino más bien ánimo de pelea. Desde que yo me acuerdo, en lo que viví y no en lo que soñé, éste es el período con más ánimo de pelea justa que recuerde. Lo digo, lo afirmo, lo firmo. No me quiero arrepentir de no haberlo hecho.
Y si me pregunto si el kirchnerismo puede asimilarse con un gobierno de índole neoliberal, como afirma Giarracca y les he escuchado sostener también a dirigentes de ese sector de centroizquierda, me contesto que no, que de ninguna manera, que el perfil económico que leo no tiene nada que ver con el ajuste neoliberal con el que sí amenaza una derecha vigorosa que demoniza a este gobierno, con los medios concentrados de su lado. Esos medios se complacen ahora en hacerles notas a los dirigentes de ese centroizquierda para que completen la demonización de “lo K” por el otro lado. Para acorralar. Si ganan, esos dirigentes, ese discurso tan límpido que ahora propugna no pagar la deuda se esfumará de las pantallas, como se han esfumado uno por uno los intelectuales y los dirigentes que no llegan a los medios con su correspondiente y obligada dosis de antikirchnerismo.
Yo no creo que defendiendo la democracia y, en consecuencia, defendiendo la gobernabilidad ahora se defienda al neoliberalismo, contra el que llevo años escribiendo, gritando, marchando y militando. Es más: finalmente, en este contexto latinoamericano, entiendo al periodismo esencialmente como una herramienta de militancia antineoliberal, y por eso esta respuesta. Porque de la nota de Norma Giarracca queda colgando la posibilidad de que quienes defendemos otras posturas que no demonizan “lo K”lo que estemos haciendo sea precisamente eso. O somos cínicos o somos idiotas. Y ni una cosa, ni la otra.

OPINIÓN : Roberto Follari, Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Nacional de Cuyo

Política y poder
“Si los gobernantes quisieran, se acabaría la pobreza”, dicen algunos con un simplismo pasmoso. O creen que “si los gobernantes se pusieran las pilas, en unos meses acabamos con la inseguridad”. Algo más cercano a la magia y la ciencia ficción que a la realidad. En la Argentina post 2001 se convirtió en un lugar común echar la culpa de todo a los políticos, en especial a los que gobiernan. Con tan poco cuidado que no se diferencia un gobierno de otro, o se echa la culpa hoy por lo que hicieron los de ayer (caso de la ahora discutida deuda externa).
Por supuesto que la política maneja una porción del poder. Pero sólo una porción, a menudo bastante menor. Las ciencias sociales dejan en claro que, por ejemplo, para acabar con la pobreza, hay que enfrentar a múltiples poderes económicos, mediáticos y geopolíticos existentes. Y que éstos reaccionan con virulencia: véase, si no, cómo las derechas atacan a gobiernos como los de Evo Morales o Rafael Correa. Los gobiernos que no son atacados, que guardan “buenas maneras”, como en Chile, es porque han estado atados a políticas de mercado, en excelente relación con los grandes capitales.
Es cierto que hay políticos corruptos, y que hay políticas que –a veces– no quieren cambiar nada. Por algo se llegó al 2001 en Argentina: la población se hartó de corrupción e ineficacia, desde Menem a De la Rúa. Pero cuando se quiere cambiar algo desde la política, aparece el conflicto con los otros poderes establecidos, que quieren que todo siga como está, y tienen fuertes resortes para presionar a los gobiernos.
“Son poderes no asumidos por vía democrática, que no provienen de elecciones ciudadanas; poderes que no están a la vista de la población y –por ello– pocos critican. Y poderes que no se van cada cuatro o seis años: están siempre. Por ejemplo, monopolios empresariales a nivel regional o nacional, que operan hace décadas y a menudo promueven “golpes de mercado”, como aquel que volteó a Raúl Alfonsín. O los grandes propietarios rurales de la Argentina, que en su momento (1973, ley de renta potencial de la tierra) hicieron retroceder al mismo Perón en la cúspide de su gobierno.
Y está el peso de los grandes medios, en especial la TV, que sataniza o bendice según su decisión, con la ventaja de hacer creer que lo suyo es siempre verdadero (“usted lo está viendo”). Está el poder de la Iglesia, en los casos en que interviene sobre temas que son del campo de decisión civil y político (lo cual debe diferenciarse de la legitimidad de las creencias religiosas de cada ciudadano). Está el poder militar, afortunadamente subordinado al civil en los últimos tiempos. Está el poder geopolítico de las grandes potencias, especialmente Estados Unidos, que interviene desde sus embajadas, sus planes de supuesta asistencia y sus monopolios económicos. Está el poder de los organismos multilaterales de crédito (FMI, Banco Mundial), esos que rigieron las políticas argentinas por largos períodos, particularmente antes de la crisis de 2001.
Todos esos espacios operan poder propio. Cuando los gobiernos sirven a sus intereses, reina la armonía con ellos. Entonces, según la versión de “los de arriba”, hay paz y consenso. En cambio, cuando algún gobierno toca esos intereses privilegiados para imponer políticas solidarias, ellos atacan e instalan una condición política de inestabilidad y zozobra. Y lo hacen desde su lugar de pretendida neutralidad y no-política.
Ojalá superemos entonces esas ingenuidades que hacen creer que los únicos que tienen intereses en la sociedad son los políticos. Los mejores políticos son los que se enfrentan a esos poderes cerrados, permanentes y ocultos; por supuesto que terminan siendo los políticos más atacados desde esos poderes y –por ello– los que son vistos como supuestamente “conflictivos”.
No todos los políticos pueden ser reivindicados, pero reivindiquemos la política como el espacio de agregación de la voluntad colectiva para domesticar a los poderes fácticos, esos que nadie elige y que nos arman la vida. Es desde la política que podemos encarnar proyectos sociales que no estén al servicio de los poderes establecidos. Si, en cambio, tiramos la política por la ventana, seremos gobernados silenciosamente por el espacio de la economía, la televisión y la geoestrategia imperial. Es decir, nos gobernarán unos pocos, y al servicio de unos pocos.

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