Rosario Badano: La tortura es cuando el cuerpo se transforma en un grito

El salvajismo de quienes llevaron adelante el terrorismo de estado quedó nuevamente reflejado este martes en la novena audiencia pública de la etapa de plenario de la causa Área Paraná. 

Fue una audiencia que se extendió por casi seis horas, que una vez más no contó con la presencia de ningún imputado y que finalizó con la declaración del dirigente justicialista Alejandro Richardet y una denuncia que puede abrir una línea de investigación: coincidiendo con María Luz Piérola, Richardet sostuvo que el tal Ramiro, el represor que dirigía a las patotas, es Marino Héctor González, un amigo suyo de su adolescencia que estuvo imputado por robo de bebés en Paraná y fue condenado a prisión perpetua en Rosario por crímenes de lesa humanidad.

“La tortura con picana es cuando el cuerpo se transforma en un grito”, dijo María del Rosario Badano, actual decana de la Facultad de Humanidades de la Uader. Ante el juez Leandro Ríos, las partes del juicio y una sala enmudecida, relató que durante las sesiones de tortura le arrojaban agua helada y le generaban una hipotermia aguda, “un temblor muy potente del que es muy difícil recuperarse”. No entró en detalles de los padecimientos ya relatados en otras oportunidades, pero habló de cuando los represores incorporaban animales a los tormentos, de las condiciones infrahumanas de detención y del “dolor indescriptible” que le provocaba escuchar los alaridos de dolor de sus compañeros.

Badano fue detenida en diciembre de 1975. En agosto de 1976, personal militar la trasladó desde la Unidad Penal N° 6 a la casa de torturas ubicada en inmediaciones de la Base Aérea de Paraná. Fueron 10 días durante los cuales enfrentó una tortura sistemática. Había allí una persona con acento porteño que dirigía los interrogatorios. “El nivel de perversión iba in crescendo. Estábamos en una situación de gran vulnerabilidad, nos sometían a una práctica que tenía que ver con la degradación humana”, reflexionó.

Las condiciones inhumanas se mantuvieron en el centro clandestino de detención de Escuadrón de Comunicaciones, donde fue llevada luego y estuvo unos 30 días. “Lo que nos hacían nos llevaba a ser más objetos que personas”, expresó. De allí pasó a la cárcel de mujeres, la UP 6, de donde la sacaron en una oportunidad y junto a Fernando Caviglia, quien se encontraba detenido en la UP 1, fue sometida a un simulacro de fusilamiento. “Estaba segura de que nos esperaba la muerte”, recordó. Su siguiente destino fue otro centro de torturas y luego nuevamente Comunicaciones.

Badano diferenció claramente a la patota que intervino en los primeros tormentos y la que intervino en la segunda etapa. “El primer grupo de tareas tenía sistematicidad y preparación. El horror era programado”, dijo. En cambio, el segundo procedía de modo más indeterminado.

En esa segunda etapa en Comunicaciones comenzaron a armarse las declaraciones ficticias, firmadas bajo amenazas, que luego servirían para enjuiciarla ante el Consejo de Guerra. En este proceso intervino el imputado Jorge Appiani, quien se presentaba como el teniente primero Appiani y mantenía entrevistas con Badano en el patio del CCD. Esas charlas eran mecanismos de “amedrentamiento”, señaló. “Ya sacamos en el diario que te matamos. Dependés de nosotros”, le dijo una vez el militar. También le decía que ella era como el magiclick, porque iba a estar presa por 104 años. Y le remarcó que habían matado a Alicia Ramírez, estudiante de Ciencias de la Educación que había sido detenida.

La docente recordó a Appiani como un hombre joven y delgado, de ojos claros, con acento rosarino o porteño, pero no entrerriano. No pudo determinar si estaba presente en las sesiones de tortura, donde sí estaba el represor que usaba el apodo de Ramiro y Osvaldo Conde, de la Policía Federal, ya fallecido. “Ramiro era quien dirigía los interrogatorios, sobre todo en la primera etapa”, sostuvo. Otro nombre que mencionó fue el de la imputada Susana Bidinost, directora de la UP6, quien era “funcional a la represión” permitiendo los traslados de las detenidas a las torturas.

En febrero de 1978, un año después del Consejo de Guerra, fue trasladada en un avión Hércules al penal de Devoto, en Buenos Aires. Fue engrillada de pies y manos, con la cabeza entre las piernas y recibiendo golpes todo el tiempo. Fue liberada el 17 de octubre de 1983.

“La fuerza de la verdad en este juicio está en nuestro testimonio. Del otro lado hay un pacto de silencio que lleva a la impunidad. Nuestra memoria es cartográfica, está para reparar la Justicia, pero fundamentalmente está para mantener vivos a nuestros muertos”, concluyó.

El olor de Moyano

Mariana Carolina Fumaneri estaba atada al elástico de una cama en la casa de la zona de la Base Aérea, encapuchada, cuando sintió pasos y voces distintas a las habituales. Ingresó un grupo de personas que parecían superiores de los custodios del centro de torturas. Un olor fuerte le llamó la atención: uno de los visitantes tenía olor a limpio, como a recién bañado, que contrastaba con la mugre y las pestilencias del lugar. El hombre del que se desprendía ese perfume la tocó, la revisó y le dijo: “No tenés nada”.

Alrededor de un mes después, ya en la cárcel de mujeres, una compañera de cautiverio, Gloria Tarulli, tuvo una descompostura. Llamaron al médico del penal y al rato hizo su ingreso el doctor Hugo Mario Moyano. Fumaneri lo describió como un hombre alto, bien peinado y con olor a limpio, a alguien que acababa de salir de la ducha. “Sentí que era la misma persona”, recordó, dando crédito a lo que captaron aquella vez sus sentidos potenciados por no poder ver. “Cuando uno no ve, siente por todos lados”.

Este testimonio sobre el imputado Moyano coincide con el de otros testigos, fundamentalmente con el que prestó el lunes Juan Domingo Wursten, quien acusó al médico de controlar las torturas en su contra y también hizo notar el detalle del olor.

Fumaneri era estudiante y militante de la Juventud Universitaria Peronista. Fue secuestrada el día 21 de octubre de 1976 por personal de la Policía Federal Argentina, en su lugar de trabajo, en Laprida y Santa Fe de Paraná. Fue conducida a la delegación local de esa fuerza y luego a los cuarteles. Allí, encapuchada, fue dejada en un calabozo del Escuadrón de Comunicaciones. Entonces comenzó su prolongado calvario: “Siempre digo que fui apropiada durante seis años, porque no era dueña de mi persona. Desde que fui detenida perdí mi condición de persona que tiene derechos”, enfatizó.

La testigo relató que en todos los interrogatorios a que fue sometida estaba desnuda y con la cabeza cubierta con una capucha y las manos atadas por detrás. Esto –describió– era una situación de indefensión absoluta. Al lado percibía todo el tiempo una respiración jadeante y sentía el terror “en los pelitos de la piel”. Tenía en ese momento 21 años.

“Todo lo que pasé fue porque pensaba distinto”, aseguró. Todo lo que pasó incluyó su privación ilegítima de la libertad, golpes en la cabeza y en la mandíbula, picana eléctrica y otros ensañamientos. Además ella también fue víctima de las declaraciones armadas y del Consejo de Guerra, donde intervenía el imputado Appiani como auditor.

De Comunicaciones era sacada a los interrogatorios, en la casa de la Base Aérea. Después pasó a la UP 6, donde un médico la revisó y, a pesar de que tenía lastimaduras en diferentes partes del cuerpo, le dijo que no era nada. Allí en la cárcel fue donde se le presentó Appiani por primera vez. Otro centro clandestino donde estuvo fue la vieja comisaría de El Brete. Mencionó a Manuel Rodríguez, de la Policía provincial, ya fallecido, como la persona que siempre la trasladaba a los centros de torturas y también la interrogaba.

“Ramiro es Marino González”

Alejandro Richardet, el tercer testigo-víctima de este martes en la causa Área Paraná, llevó a la sala un dato que puede abrir una línea de investigación: reforzando el aporte que hizo la semana pasada María Luz Piérola, dijo que el enigmático Ramiro es Marino González, el militar absuelto en 2011 por robo de bebés en Paraná, pero condenado el año pasado en Rosario por privaciones ilegales de la libertad, tormentos y homicidios.

Llegó a esa conclusión atando cabos. Primero porque a poco de salir en libertad, todavía durante la dictadura, se entrevistó con el policía de Diamante Luis Francisco Armocida, quien intentó desligarse de la represión ilegal y le reveló que la persona que dirigía los grupos de tareas y se hacía llamar Ramiro era alguien de apellido González que había estudiado con Richardet en el Liceo Militar General Belgrano de Santa Fe.

Siempre le quedó la impresión de que ese González era Constantino González, un militar imputado ya fallecido. Pero en estos días leyó en los medios la declaración de Piérola y vio la publicada foto de Marino González y reconoció en él a aquel compañero de estudios que hasta lo visitaba en su casa de Diamante. La descripción de Ramiro que hacen las víctimas –voz ronca, de baja estatura y morrudo– coincide con el recuerdo que tiene de aquel González.

Consultado por UNO, el fiscal José Ignacio Candioti dijo que se encuentra evaluando los pasos a seguir junto con su par Mario Silva, para resolver si corresponde avanzar en una imputación a partir de estos testimonios más otras pruebas que puedan producirse.

Richardet relató también todas las oportunidades en que fue sometido al “show del apriete”, como denominó a los interrogatorios en que era obligado a golpes y mediante amenazas a firmar declaraciones falsas. En esos actos intimidatorios participaba el imputado Appiani, a quien reconoció luego en el Consejo de Guerra.

Alejandro Richardet fue detenido en Rosario en abril de 1975. Era por entonces dirigente nacional de la Juventud Peronista y de la tendencia revolucionaria. Relató que había formado parte del Peronismo de Base y de Montoneros hasta 1972, cuando fue designado por Juan Domingo Perón, junto a otros dirigentes, para reorganizar la rama juvenil del movimiento.

Su cautiverio fue en la UP 1 y en la cárcel de Gualeguaychú hasta los días previos al Consejo de Guerra que se realizó en la capital entrerriana. Luego estuvo en las cárceles de Rawson, Caseros y Sierra Chica.

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