Por Fosforito
Sin dudas que he tenido suerte. No cualquiera cambia de trabajo a una edad en que las opciones se limitan mucho. No todos tienen la suerte de decidir dejar de ser viajante semanas antes de que se declare la cuarentena y tus clientes, y las ciudades a las que solías ir, cierren sus puertas.
Una decisión con suerte, digamos.
Ahora uno se dedica al mundo de las palabras y las ideas, a la fábrica de las noticias y, si bien las noticias pueden ser inventadas, todavía no han inventado la máquina de inventar noticias. Por lo tanto –estimo- que mientras funcione la cabeza este trabajo no estará en riesgo de extinción.
Pero no fue la misma suerte para todos.
Muchos no han tenido opciones. Hay todavía quienes no pueden volver a la actividad, que han perdido sus trabajos y no han encontrado uno nuevo. Que no pueden ejercer sus profesiones u oficios porque no hay protocolo que valga.
El Estado socorre como puede, a veces bien, otras poco y mal. Y muchas veces nada llega. Es innegable que cada medida tomada es un intento de proteger el bien de la mayoría. Un Estado debatiéndose entre las buenas intenciones de no dejar morir a la gente, sostener la economía, equilibrar los desequilibrios, reparar injusticias.
Pero no alcanza, porque los recursos son escasos, porque hay deudas, la actividad a media máquina no permite recaudar a niveles aceptables. Hay recesión mundial, las economías se repliegan y los países implementan medidas de protección para sus economías.
En el llano hay gente que sufre porque está sana y no puede trabajar, o que trabaja la mitad, que apenas sobrevive y mantiene lo que tiene. También gente que teme una muerte horrible por asfixia a causa de una peste latente que circula invisible y libremente.
¿Sería genial poder quedarnos en casa tranquilos, no? Sentirnos liberados de tener que salir a la calle porque la necesidad de sobrevivencia nos empuja a tener que exponernos a un virus que puede hacer que la pasemos mal, incluso matarnos o hacer morir a propios y extraños.
Para eso hace falta plata. Mucho más plata para lograr asistir a los que no tienen alternativa y sostener la economía general
-Seguís siendo un tierno y un iluso, Fosforito
-La esperanza es la pena más dulce, estimado
En esta nueva crisis mundial hay cifras que toman mayor sentido: El 45% de la riqueza mundial está en manos del 1% más rico.
Sólo en 2018 la riqueza de los «milmillonarios» aumentó en u$s 900 millones, una cifra –según explican los que saben- suficiente para acabar con la pobreza extrema hasta siete veces. En enero de este año se informó que 2 mil multimillonarios poseen más riqueza que 4.600 millones de personas en el mundo.
Esa masa pornográfica de dinero acumulado por una minoría es lo que le falta a los más de mil millones de personas que sobreviven con un promedio de un dólar diario y más de tres mil millones que no alcanza a cubrir necesidades básicas como alimentación, vivienda y salud.
En 2017 las 100 familias más ricas de la Argentina (una fortuna de 100 millones de dólares o más) concentraban el 10 por ciento de la riqueza del país. La mayor parte de esas fortunas, casi el 60%, está depositada e invertida fuera del país, situación que no cambió demasiado después del blanqueo dado que gran parte de lo que se declaró no fue repatriado.
Está visto, las crisis no son para todos.
Quizá la solución podría ser que los que tienen mucho, mucho, mucho, tengan mucho menos. Poner freno a la acumulación obscena de riquezas, que son limitadas, finitas, sobre todo cuando unos pocos concentran en sus bolsillos casi la mitad del PBI mundial.
Y ahí es cuando algunos vimos la irrupción de la peste con cierta esperanza de que sirviera para patear el tablero de este “sistema canibalista” de nuestra propia especie. La esperanza de que una situación extrema y extraordinaria cambiara lo que parece inalterable: La voracidad de los dueños de todo.
Pero entonces, como contraposición, apareció la perversa e inquietante postura fatalista que dice “que se mueran los que se tengan que morir” porque la vida sigue y el mundo no parará de girar, el sol saldrá de nuevo mañana y la gente, tarde o temprano, de todas maneras, morirá.
Una idea que se hace sentido común en aquellos que desconocen la injusticia original del “éxito” de los pocos y compran la lógica brutal de quienes hablan con el bolsillo y, sobre todo, para que no les toquen el bolsillo.
Los que sostienen este sistema-mundo como si se tratara de un orden incuestionable, como si fuera la única forma de civilización posible.