Cuando se descarga un mazaso brutal del tipo de la actual calamidad que nos afecta –uno de los cuatro jinetes bíblicos del Apocalipsis– el ser humano, que, naturalmente huye del dolor y la muerte , busca angustiado la respuesta al interrogante trágico.
Que cada cual intentará apreciar de acuerdo a su creencia.
O su modo personal de ver el mundo y la vida.
Adscribo personalmente a una filosofía agnóstica: esto es la que, admitiendo de antemano la limitación del conocimiento humano, busca la verdad, sin admitir ni rechazar a priori ninguna hipótesis.
Entonces frente a la pandemia que nos amenaza la primer posibilidad sería la de negar cualquier ingerencia divina.
Y atribuir el mal al “ciego azar”, como diría Borges: se trata de un juego de la naturaleza, que es ciega y no discrimina.
Frente a ello sólo cabe la respuesta humana. Procurando en todo caso, en lo inmediato, las medidas preventivas y sanitarias.
Y, en definitiva, que sea el conocimiento científico, el que termine derrotando el virus que nos agobia.
Pero, como el mismo agnosticismo nos veda desechar otras posibilidades consideremos también la respuesta religiosa: es decir los designios de un ser supremo que, al decir de Einstein “no juega a los dados con el cosmos”
Si consideramos a Dios al estilo de los masones como el “Gran Arquitecto del Universo” , lo asimilaríamos a algo así como el constructor que nos hace la casa.
Pero, después se desentiende, y no se ocupa de si se rompe un caño, o hay humedad en la pared treinta años después.
O , como lo sostiene alguna teoría deísta más esotérica que Dios “lucha con la materia como un artista con su obra. Y a veces es Goya, pero generalmente es un desastre”
Dejando de lado tales singulares planteos y –sobre todo en un tiempo tan inficionado de religiosidad (Semana Santa) – aboquémonos más bien a lo que predican las religiones tradicionales.
La primera que surge es ¿ la catástrofe que vivimos se tratarìa de un castigo de Dios por los pecados del hombre?
La verdad, motivos habría: leo por ahí que desde hace más o menos diez años los científicos vienen anunciando que la perturbación de los ecosistemas podría dar lugar a una epidemia como la actual. La destrucción de los bosques que albergan tantas especies de plantas y animales y, dentro de esas criaturas , muchos virus desconocidos, y, el acercamiento del hombre a esas especies salvajes nos exponen al riesgo de contagios. ¿Sabìan que, según la ONU en los últimos años se ha modificado el 75% del medio ambiente terrestre y aproximadaente un 66% del medio marino?.
Pensar que todo esto pueda hacerse impunemente es ilusorio.
Serìa la consecuencia , el “castigo”, de algo que hemos hecho nosotros mismos.
Pero, enseguida surge la objeción lógica ¿y por qué deberían pagar gente inocente que en muchos casos no es culpable de tales depredaciones?
Se responderá, desde cierta teología, que la propia Biblia no hace distinciones, que “Dios hace llover sobre buenos y malos”, que el sufrimiento es consustancial al ser humano, que ni el propio Cristo se escapó como lo recuerda la crucifixión.
Que el virus tampoco distingue, como lo revela que ataque tanto al pobre que vive en una villa miseria como a Boris Johnson (aunque este seguramente será mejor atendido)
Y, en definitiva, hace solamente una suerte de discriminación, aumentando su efecto letal hacia los de la “tercera edad”, como si tratara de preservar, y, de paso, dejar un mensaje a las futuras generaciones.
Hay quienes rezan pidiendo un milagro. Y se me ocurre que el milagro mayor ya se advierte en los miles de hombres y mujeres, médicos, enfermeros, personal militar y de seguridad, religiosos, a quienes vemos a diario en un gigantesco esfuerzo de solidaridad brindar incluso hasta sus vidas, socorriendo a sus semejantes.
Hoy mencionaba el Papa la espeluznante cifra de sesenta religiosos muertos en Italia ayudando a las víctimas. Bueno es destacarlo en contraste con las dolorosas y frecuente informaciones acerca de escándalos sexuales de algunos clérigos.
De todo esto ¿saldrá algo positivo?
No sabemos. Si nos remontamos a la Historia, hubo en los últimos tramos de la Edad Media la horrible “peste negra”, que mató, algunos dicen la mitad, otros un 60% de la población de Europa.
En las ciudades morían como moscas sobre todo los más pobres.
Se necesitaba mano de obra urgente, que aumentaba su valor. Eso atrajo mucha gente de los campos a las urbes, lo cual debilitò y finalmente abatió el poder de los señores feudales, en beneficio de los habitantes de las ciudades (en alemán “burgos”) es decir los burgueses.
De allí surgió el fin del feudalismo el Renacimiento, el auge de las artes, el comercio, la ciencia y la cultura, el fin del oscurantismo de la Edad Media.
Un salto gigantesco de la Humanidad. Pero ¡a que costo!
¿Pasará algo similar ahora?.
No podemos develar tal incógnita: por de pronto, una cuarentena en que no se depredan ríos o mares, no se destruyen plantas ni se cazan pobres animales, no se contamina tanto la atmósfera tirando toneladas de combustible, etc, sin duda será beneficiosa para reacomodar la castigada naturaleza.
Tambien , seguramente, este fenomenal parate y obligado encierro ha de modificar sustancialmente las relaciones humanas, económico, sociales y familiares.
¿Para bien?
Ojalà