¡“Dios te libre, amigo, de La inquietud del rosal! Pero lo escribí para no morir”, en el encierro oficinesco donde “el sol pasa por el techo pero no puedo verlo”, dijo Alfonsina Storni cuando sus patrones creyeron que una cosa era tolerar a una madre soltera, y muy otra que ella lo proclamara a los cuatro vientos en su poema “La loba”.
“Escribir para no morir”, coraje mayúsculo de una mujer hostigada y agraviada por la violencia y el machismo de su tiempo. Denunció con su imperiosa hambre poética, la misma necesidad vital que Tabita Lugones y muchísimas otras plumas.Escribir para henchir los pulmones, para insuflar bocanadas de aire en medio del ahogo y el desaliento más desesperado.
Cargando en sus espaldas el legado de una historia siniestra, con el legado de tres tragedias: el suicidio de su bisabuelo (el poeta Leopoldo Lugones), de su abuelo Polo Lugones, y de su hermano Alejandro Lugones, Tabita Peralta Lugones necesitó, además de huir de tal asfixia autodestructiva- casi escapando a España a los 15 años- escribir, también para sobrevivir. Precisó, como agua en el medio del desierto, “palabras para vivir”. Escribió entonces dos libros: “Cuervos de la memoria” y “Retratos de familia”. Biografías familiares en la que intenta detener el flujo de la muerte. Reordenar su historia. Elaborar tanto trauma, tanto real autodestructivo. Tan silenciosa transmisión generacional.
Es que, Leopoldo Lugones, su bisabuelo, el “señor de todas las palabras”, según Borges, se suicidó en el Tigre, en un descanso llamado “El tropiezo”. Los significantes nunca son azarosos. Su giro fascista devino soledad. El “poeta nacional” escribió con desdoro, el bando del primer golpe militar y sus viejos amigos tomaron distancia, lo rechazaron. Un segundo tropezón terminó en caída. Su jactancia de fidelidad extrema, trastabilló con un enamoramiento tan apasionado como clandestino. Topó con su hijo Polo Lugones. Jefe de policía, torturador, quien no dispuesto a tolerar las “andanzas” de su padre, lo amenazó con meterlo en un manicomio sino desistía de tan desventurada relación.
En tanto, Polo (como dijimos, hijo de Leopoldo, abuelo de Tabita), perverso, pederasta, fue quien introdujo en el país la picana eléctrica para torturar opositores. Se suicidó en 1971, al igual que Alejandro, su nieto (hermano de Tabita).
Pirí, (hija de Polo y madre de Tabita) no se suicidó. O sí, si no evitar su muerte puede asimilársele. Militante montonera fue torturada con la horrenda “invención” de su padre. Al fin fue víctima de los “vuelos de la muerte”. Saga trágica de una familia. Historia de un país. Tabita, nombre que proviene del arameo, lengua muerta, se pregunta “¿cómo procesar ese legado siniestro de Cuatro suicidios en cuatro generaciones?”
Únicamente apelando a las palabras, a una desesperada escritura que hiciera lazo, a una biografía compartida, encontró el modo de reordenar sentidos, de elaborar los estragos psíquicos, los traumatismos que agujerearon los ominosos silencios familiares.
Palabras para vivir. La actividad literaria, simbolizante, subjetivante, creativa, la escritura que resignifica una historia, es un recurso elaborativo, terapéutico. La multiplicidad de escritores, de poetas que hacen nacer sus obras de la necesidad de elaborar vivencias penosas y la experiencia profesional de dispositivos literarios en el campo de la salud mental, motivaron mi propia producción. Escribí, entonces, “Palabras para vivir, creatividad y salud mental” (Editorial Panza Verde 2019), un libro que pone a prueba esa hipótesis. Además de Tabita, desfilan en sus páginas los más diversos personajes, narrando sus penurias recreadas en el sendero de los símbolos, de las significaciones y sentidos que provee el lenguaje, encontrando en esa transmutación, en la poesía, en los ensayos, novelas o autobiografías, el alivio, el consuelo, la cura. Transformando como toda obra de arte lo “siniestro en maravilloso”.
Ahora bien, ¿puede el proceso creativo de la escritura contribuir a la elaboración psíquica de terribles conmociones, no ya por individuos aislados sino de todo un pueblo?
PALABRAS QUE EL VIENTO NO SE LLEVÓ
Invitado para dar charlas sobre la “prevención del suicidio” he recorrido muchas ciudades del país. En cada caso he indagado, previamente, en la historia y características de esos pueblos porque su particular idiosincrasia suele ser determinante en la comprensión de los modos en que se construye el lazo social, de cómo viven sus pérdidas y fracasos, como asumen sus duelos, en definitiva de la modalidad singular, única en que el suicidio se inscribe allí como fenómeno psicosocial.
En el caso de San Justo, provincia de Santa fe, casi no fue necesario pues sus amables pobladores me describieron casi de inmediato un hecho histórico que cambió para siempre su destino. Que los marcó para siempre. Así como en Federación, fenómeno conocido para nosotros, un acontecimiento artificial, la construcción de la represa y la relocalización de la ciudad, trastocó la vida de sus pobladores, en San justo fue una furiosa intervención de la naturaleza la que imprimió su sello, marcó un antes y un después en su historia:
El 10 de enero de 1973 sorpresiva e intempestivamente se abatió sobre esos cielos santafesinos, un impetuoso tornado que hizo volar por el aire todo lo que salió a su encuentro, personas, casas, techos, vehículos etc. desordenando de un modo dantesco, desquiciado el cuadro habitual de la vida, alterando catastróficamente su cotidianeidad. Además de pérdidas humanas irreparables y de graves heridos, el cataclismo enmudeció de dolor a sus víctimas, que durante mucho tiempo no pudieron hablar de la espantosa desgracia vivida, poner palabras a la calamidad. Este silencioso infortunio, no solo complicó la elaboración del impacto emocional vivido por todo el pueblo, sino también su transmisión generacional. Literalmente no podían describir a sus hijos y nietos el siniestro sufrido. Cada vez que el viento soplaba sus silbidos o las nubes ennegrecían, los Sanjustinos enmudecían, como si fantasmales mordazas acallaran sus palabras:
“Un miedo que aparecía con las tormentas, pero que no tenía nada que ver con cuanto te sacudiera un trueno ni con la impresión de ver caer un rayo. Un miedo que llegaba con el sonido del viento. Y recién comenzaba a hacer estragos en mis nervios con un sonido: el de una persiana que se levantaba. Y tenía una forma: coincidía con el cuerpo de mi madre recostado contra la ventana. Aun la veo mirando hacia afuera. Yo también miraba. Las hojas de los árboles se agitaban. Una bolsa de supermercado parecía ir sobre patines sobre el asfalto. A veces un remolino de tierra serpenteaba sobre la vereda(…)creo que aquel retorcijón de panza que sentí todas las veces que me paré junto a mi madre en la ventana tenía que ver con la intriga de lo que realmente sucedía en aquella habitación donde mi madre esperaba la lluvia. “la lluvia aplasta al viento” decía. Era su verdad absoluta. Yo no entendía, pero deseaba que se largue con todo un chaparrón. Cuanto antes. Que llueva, que llueva, que llueva. Me lo repetía y más miedo sentía. No sabía a qué le temía. Intuía que era algo grande, enorme, bestial. Tan inmenso como para que tu mamá tenga miedo. Muchos años después me di cuenta que ese miedo no me pertenecía: era de ella. Supe que el viento le traía todos los fantasmas del tornado del 73´. Por eso este miedo, mi miedo, su miedo, sigue intacto, no es de los que desaparecen cuando una enciende la luz”.
El testimonio es de Ángeles Alemand, heredera del trágico pasado familiar. Relata el desgarro de una comunicación imposible. Solo miedo, angustia pura, realidad hecha piedra, lluvia y viento. Insignificable. De una madre sin voz, enmudecida. Callada ante la inmensidad del horror. La narración está incluida en un libro. Es una producción colectiva realizada 30 años después de la fatalidad.
“Hay palabras que el viento no se llevó y que cada vez que tocan el aire marcan cicatrices”, escribió María de los Ángeles.
El proyecto de registrar recuerdos en un libro, fue impulsado por vecinos y concretado por la municipalidad. Intenta recuperar los testimonios de los sobrevivientes y sus herederos, de los afectados. Poner palabras al dolor. Es un maravilloso trabajo de recuperación de la memoria colectiva de la catástrofe. Es un ejemplo de elaboración social de los traumatismos sufridos. A través de la escritura, de la simbolización de un hecho brutalmente conmovedor.
“Todas las historias, los relatos, las memorias y los olvidos, nos hermanan, nos reencuentran y nos mantienen de pie, no hay viento que pueda con eso”. Se lee en la introducción. “Palabras que el viento no se llevó” es el paradigma del valor terapéutico que puede asumir un libro como expresión literaria de almas dañadas. No ya de un individuo, sino de una comunidad. Un grupo que necesita “palabras para vivir”. Describe en su contratapa la historia de un reloj que pertenecía a Agustín Debona. Registró la hora en que comenzó la tragedia. Fue rescatado de los escombros ese día y desde entonces han sido varios los intentos de reparación. Siempre en vano, porque vuelve, invariable, indefectiblemente, a detenerse a las 13 51.
Ojalá que este admirable esfuerzo colectivo, de una comunidad que intenta curarse con palabras, este verdadero hecho de amor, haga mover nuevamente sus manecillas. Que signifique el reencuentro de un pasado de infortunios con un futuro feliz.
(*) Psicólogo. MP243