El zorzal que me despertó esta mañana es el mismo zorzal de la otra banda y canta de lo lindo también, llama a hacer el amargo en la madrugada. Se burla de los límites forzados, como no los aceptan la calandria, el tero, el cutirí.
Y así los pomponcitos del espinillar huelen igualmente dulces y lucen tan amarillos como las bandadas del frágil y exquisito dragón, entre los pastizales de las dos orillas.
La comadreja que baja del paraíso cuando anochece en Tacuarembó es la misma mbicuré, madre ejemplar, que describió Marcos Sastre en El Tempe Argentino, homenaje primigenio al delta del Paraná, nuestro delta. Y Marcos Sastre era oriental, claro. Nos habló del chajá, el ceibo, el mburucuyá, y de las cigüeñas nuestras, las mismas cigüeñas que nos traen al mundo aquí y allá: el parsimonioso tuyango, el inmaculado tuyuyú de cabeza pelada.
Fray Mocho, panzaverde, describió el mismo delta, le llamó El país de los matreros y narró la vida entre los pajonales, la suerte esquiva de hombres y de patos, y recordó a su modo la triste leyenda del carau solitario enlutado para siempre en las dos costas, sin distinción, por haber sido mal hijo. Fray Mocho, de Gualeguaychú, pero Dorina Escalada y Desiderio Álvarez Gadea, sus padres, orientales los dos.
No sé por qué habríamos de hacer la diferencia, ¿distinguía el Tabaré de Zorrilla una costa de la otra? ¿Las distinguía Francisco, el grumete de Solís?
La misma Soriano
Desde el aguilucho langostero, gavilán allá, que vuela entre las pampas rioplatenses y Norteamérica como si fuera un chasque entre Artigas y Monroe, hasta el apereá que entre nosotros no es más que un cuis en las banquinas, todo prueba que la vida es la misma, el lugar es uno.
Sabemos que anda por aquí el mao pelada, se resiste a partir, y nos decía hace poco Omar Terán, puestero en la isla El Vizcaíno, casi frente a Soriano en Uruguay, que ese simpático osito lavador de anteojos, el aguará popé, todavía se deja apreciar en las orillas al anochecer.
Dicen los estudiosos que en Puerto Landa nació la primera población entrerriana estable de indios y blancos, a orillas del Yaguarí Miní, que a medias soportó degüellos libertarios y horcas de escarmiento, que fue bastante fenicia y gozó de un esplendor contrabandista hace 300 largos años, con mercancías y esclavos para repartir. Después se trasladó a la isla El Vizcaíno para escapar del asedio aborigen, y luego pasó definitivamente al paraje actual de Soriano, donde aún subsiste bellísima, encantadora, con sólo mil cien almas. Compartimos, entre tantas cosas, la ciudad más antigua. “Aquí nació la patria”, se lee en el escudo de Soriano y vale la frase para las dos orillas.
Allí mismo, en las dos costas del Uruguay aparecen los cerritos indios, y los vestigios de cacharros y utensilios de una nación que habitó la zona desde los tiempos de Jesucristo. Los alfareros de las orillas, así en el Paraná como en el río Negro, nos identifican desde la cuna.
Después, claro, los charrúas del lejano cacique Guaytán, del cercano Vaimaca Perú, secuestrado por la “civilización” europea para la exhibición en jaula; los sobrevivientes de las incursiones de Vera Mujica en esta costa, los sobrevivientes de las traiciones y los degüellos en la otra costa, esos que nos legaron el “naide es más que naide”; los minuanes de Cloyán, de Olayá; los chanás del padre Tihuinem, que llamaban diói al sol, todos orientales del Paraná.
Orientales como serían también los esclavos africanos de Montevideo y sus parientes de las estancias de Esteban García de Zúñiga en los Campos Floridos, aquellos cuarenta y siete negros ingresados a escondidas el mismo año en que fundaban Gualeguaychú, y cuyos descendientes somos nosotros mismos y son nuestros vecinos, más o menos motas, más o menos morochotes de labios gruesos, candomberos.
Panizza y Yamandú
Los mismos farolitos del ñangapirí, las mismas frutas ácidas del ubajay, las mismas espinas del tembetarí que aquí rebautizamos teta de perra, en fin, los mismos árboles que talamos para uniformar el campo con la soja, que talan en la otra costa para reemplazarlos por el eucalipto. Ya lo lamentaremos. ¡Si hasta en el pecado nos copiamos!
No sé qué falta para demostrar que somos lo mismo. La gesta del prócer común, José Artigas, que dejó una marca de dignidad con su resistencia simultánea a porteños, portugueses, brasileños, ingleses, realistas, y que nos ligó en la Liga de los Pueblos Libres, esa gesta fue cantada por el entrerriano Delio Panizza (“él es el conductor, en su mirada está toda la patria concretada”).
Y quién olvida esa sangrienta revuelta democrática de los Kennedy, en La Paz (se cumplen 75 años), realzada por el trazo exquisito de la pluma oriental de Yamandú Rodríguez, que halló derrotados a los revolucionarios, guarecidos en el Uruguay, y relató su infortunio. “Cuna de gauchos cantores y altaneros, prontos siempre a saltar a caballo para cruzarse por la dignidad. Honrada gente de campo acostumbrada a vivir mal y morir bien”. Yamandú, ese poeta de “El Remate”, que sabía darnos esperanza: “Con la sangre del ocaso / se puede teñir la aurora”. Para que Yamandú fuera definitivamente nuestro, ¿qué faltaría? ¿Que naciera un 25 de Mayo? Pues bien: en mayo vio la luz, un 25.
¿No debutó nuestro gran poeta entrerriano/riograndense Olegario Andrade con el oriental Isidoro de María en el periodismo? Es el mismo Isidoro que, desde la prensa de Gualeguaychú, sugirió habitar Fray Bentos de una y para siempre, un reto que aceptó el comerciante de esta banda, José Hargain, a fines de 1857, dice el historiador fraybentino René Boretto Ovalle (con primos en la farmacia Boretto de esta banda, por supuesto). Y fue Olegario, claro, el que honró al entrerriano Lucas Piris, al oriental Leandro Gómez, y a tantos mártires de la libertad, con aquellos versos aún sangrantes: “¡Sombra de Paysandú! ¡Lecho de muerte / donde la libertad cayó violada! / ¡Altar de los supremos sacrificios! / ¡Santuario del valor!”.
Lo mismo somos, por donde se nos mire. Fray Bentos es hija de Gualeguaychú. Y Si Paraná es más vieja, bajo este suelo llamado Formación Paraná (del terciario marino, sedimentos del mar Entrerriense) que pisamos con desenfado en la capital entrerriana, yace un sedimento más antiguo: la Formación Fray Bentos. Y al sur de la ciudad que le dio nombre a esa capa de sedimentos en el Uruguay puede apreciarse la formación Camacho que es marina también, como la de Paraná, la misma que explotan los mineros de Victoria para moler conchas marinas fósiles y servirlas en bandeja a las gallinas de Crespo.
Esas aves devolverán el calcio y el carbonato en una gruesa cáscara de huevo y son tantos los huevos que quiebran en la incubación y en la industria, más de 20 millones por mes sólo en una fábrica, que algunos chacareros desparraman esas cáscaras para afirmar los caminos y terminan transitando al fin sobre un mar procesado. El mismo mar Entrerriense que bañó nuestro suelo y el suelo oriental hace 10 millones de años y más.
Mismas pobrezas
No hemos hablado de Urquiza, de los hermanos Saravia; del entrerriano Apolinario Almada, primo de Pancho Ramírez, que tras guerrear 70 años desde las invasiones inglesas hasta Ñaembé, increíblemente en mil batallas, se apagó exiliado en Paysandú con más de ochenta. Ni hablamos del indio Anacleto Medina que sirvió a la causa federal y republicana en tantos combates como pudo, que acompañó a la Delfina tras la caída de su amante en el río Seco, y que a los noventa largos acabó lanceado en combate, en Uruguay.
No hemos hablado de esa “casta de peonas, bebidas sin sed” que decía Eichelbaum, ni de la toponimia aborigen que nos interpela, que nos distingue en el planeta: de un lado Mbopicuá, Sarandí del Yí, Pirarajá, Aiguá, Chapicuy, Dayman, Buricayupí, Tiatucurá; del otro Paracao, Yuquerí, Gualeyán, Yeruá, Ibicuy, Mandisoví, Gualeguaychú…
No hablamos de cantores y guitarreros, jinetes y domadores, gente de cerros, gente de lomadas; de zafreros, puesteros, nutrieros, esquiladores sin fronteras; de nuestros payadores. De patrimonios tan diversos y compartidos, como esos diminutos killis coloridos, fosforescentes, que nacen del polvo, con una lluviecita, en los charquitos de Ceibas o de Rocha, de Colonia del Sacramento o de San José de Feliciano. Y tampoco de la empresa hidroeléctrica común… Hay que raspar nomás, y se hallará identidad hasta en lo más insólito. ¿Los murciélagos? Coinciden, cómo no, las especies entrerrianas y orientales.
¿Qué diferencia a Cosita Romero de Paraná, pescador y narrador, de Simón Acuña de la villa Santo Domingo Soriano, de herencia chaná, canoera y pescadora? Defensores del sábalo y la boga y el dorado y el surubí, compartiendo el alerta por los represamientos, los agroquímicos, las algas, la pesca a gran escala…
Es el mismo aire, el mismo río, la misma gente de pañuelo al cuello, el sauce, el junco, la alpargata, la milonga; el mismo sirirí pampa, la misma arena. Hay pobrezas parejitas a dos bandas, una tendencia a concentrar riquezas para pocos, un flagelo: el latifundio con similares propietarios de afuera usufructuando de un suelo que ni el sentido común ni la historia ni la Biblia les conceden, pero sí las leyes. Todo empeorado con el monocultivo devastador de diversidades a diestra y siniestra, que “llena de vergüenza al ceibo”, flor nacional a dos bandas, cuando octubre se despide.
Entre Ríos y Uruguay, madres de la república y las autonomías, que quedaron plasmadas en el artículo 1 de la Constitución Argentina, y se cumplen tanto como los anhelos del 14 Bis, o sea…
Las chamarritas heredadas de las islas Azores y las guaranias tan entrerrianas del sanducero Aníbal Sampayo, el espíritu y la sangre oriental del paceño Linares Cardozo, hijo de un uruguayo…
¿No son nuestros los versos de un Bartolomé Hidalgo, y orientales los versos de un Baltasar Maziel (“aquí me pongo a cantar / debajo de aquestas talas”), en los albores de la gauchesca? Ese estilo tan rioplatense alcanzó su esplendor con José Hernández, que floreció en El Martín Fierro pocos meses después de haber sufrido la derrota en la guerra entrerriana, junto al gran entrerriano Ricardo López Jordán, alumbrado en Paysandú. Una derrota que obligó a Hernández a exiliarse en Río Grande do Sul primero, en Uruguay después. Y don Ricardo, bien conocido y admirado por el maestro Fermín Chávez, que acaba de decir adiós, ese Fermín nogoyasero de abuelas orientalas, de abuelos cordobeses, como si resumiera en él la Liga de los Pueblos.
Todo es así en esta banda oriental del Paraná. Algunas rencillas de momento no harán mella sobre el basalto que emergió caliente desde el corazón del planeta para soldarnos definitivamente en tiempos de dinosaurios (compartidos), y aunque esto parezca un delirio romántico es más duro que una roca, bien palpable, como es cierto que bajo ese basalto compartimos el agua dulce confinada hace millones de años en la formación Botucatú, pinchada ahora para explotar las termas del acuífero Guaraní: un mapa bien trazado ayer para mañana.
Al fin y al cabo el límite mismo es fruto de la miopía: ayer nomás el Uruguay fue cambiando de cauces. Uno está sepultado 50, 70 metros bajo el suelo en una línea que va de San Salvador a Larroque, formando ese colchón de arena que es el acuífero Salto Chico, una fuente ¿inagotable? de agua para el arroz.
No es un río, es un portal
En las jornadas de tensión, de rutas bloqueadas a falta de políticos, la pluma de un científico como Antonio Serrano no tiene desperdicios. “El río Uruguay es el portal por donde cruzaron y cruzan sentimientos de hermandad, afectos familiares y mancomunadas aspiraciones de paz y de trabajo. Como si no bastara la misma historia que vivieran sus riberas, antes y después de la conquista, la Naturaleza distribuyó en uno y otro lado los mismos bosques, los mismos pájaros, la misma belleza de sus cuchillas y arroyos… Si alguna vez la fatalidad de la discordia se cirniese sobre estos pueblos hermanos del Plata, bastaría con mirar hacia ese río y avergonzados retornarían a la paz, que es su destino”.
Así prologó Serrano su “Etnografía de la antigua provincia del Uruguay” en 1936, y en la introducción aclaró: “Los actuales territorios de la República Oriental del Uruguay, estado de Río Grande do Sul y tierras adyacentes de la mesopotamia argentina y estado de Santa Catalina constituían en boca de los primeros jesuitas una como provincia que llamaban del Uruguay”. Lo que arriba se llamó provincia del Uruguay resiste abajo con el nombre de acuífero Guaraní.
Si los símbolos nos definen, habrá que decir que la Bandera señala un destino sobre discordias pasajeras. “Es la visión de Artigas hecha seda, hecha canto, es un himno de llamas dividiendo en diagonal un cielo azul y blanco… Dice Federación esa bandera sesgada por un rayo”, cantó Delio Panizza. Y Juan Zorrilla de San Martín: “La roja veta diagonal que sangra”.
Apreciar esa banda colorada entre franjas rioplatenses en los escudos de tres de los departamentos orientales (San José, Rocha, Artigas), y en el escudo de la pequeña Soriano, verlo todo cruzado de rojo ahí en el monumento al Éxodo Oriental, al sur de Fray Bentos, llama a la unidad. Como llama ese homenaje a los bravos orientales que gritaron dignidad en el uruguayo arroyo Asensio, y la consumaron con el éxodo hacia el Ayuí, entrerriano. Y lo mismo en esos “pesebres” de la patria: Concepción del Uruguay de un lado, cobijando el Congreso de Oriente, Purificación del otro lado, y nada de palacios: ranchos nomás.
Borges lo dice mejor
La identidad es inocultable. Los líderes nacidos de un lado del río dejan su vida por ideales del otro lado, los paisanos construyendo sus hogares con barro de su mismo suelo, con paja de sus mismos esteros, con bosta de caballo porque eso nos iguala también: nuestras casas de bosta en los adobes, aún hoy, ya que el caballo nos ha dado por igual libertad, república y techo. ¡Pequeña deuda con el caballo!
Y así la industria con los saladeros, con la revolución que significó para estos pagos la incorporación de la tecnología del extracto de carne, creada por el alemán Justus Von Liebig, y aplicada en Fray Bentos por Georg Giebert. Una desavenencia de la familia Giebert con Liebig, tras la muerte de Georg, provocó una escisión y permitió la refundación del frigorífico Santa Elena porque hasta la competencia nos ha servido para desarrollarnos a la par, y esa misma competencia despertó el orgullo en los ganaderos de Gualeguaychú que fundaron su propio frigorífico, reliquia de la industria nacional, que es identidad herrumbrada también. Están los pampas, están los mochos negros, no está la industria nacional.
Recuperar estos rasgos comunes, coser Latinoamérica frontera a frontera, como se cosen los cascos de una pelota de cuero, con los tientos de la memoria: allí está la clave de la patria grande.
“Mi madre, Leonor Acevedo de Borges, proviene de familias argentinas y uruguayas tradicionales”, recuerda Jorge Luís Borges, hijo del entrerriano Jorge Guillermo Borges, nieto del coronel Francisco Borges, y cuyo bisabuelo Haslam descansa en Paraná. “No puedo precisar si mis primeros recuerdos se remontan a la orilla oriental u occidental del turbio y lento Río de la Plata”, reconoce, y en su “Milonga para los orientales” deja estos versitos proféticos, que hacemos nuestros: “Milonga para que el tiempo vaya borrando fronteras; por algo tienen los mismos colores las dos banderas”.