Pensar, sentir y actuar, una misma cosa. Su compromiso, con los pobres, contra las injusticias. Su búsqueda por la paz, por los derechos humanos, por la dignidad del hombre. Su lucha y su denuncia de la desigualdad. Sus guías, la solidaridad, su bondad, su amor a Cristo y al hombre, sobre todo, a los necesitados, a los desposeídos. Su lugar, la Parroquia, centro del Barrio Gruta de Lourdes. Su acción concreta en favor de las necesidades espirituales y materiales. Casi todos lo quisimos. La Dictadura y sus cómplices, lo persiguieron, amenazaron, hostigaron. Los asesinos secuestraron y desaparecieron a muchos de los valiosos jóvenes que compartieron sus convicciones e ideales de transformación de un mundo mejor, más justo y solidario. Igualitario y equitativo. Y en ello pusieron su cuerpo, jugaron su vida.
Su larga trayectoria y su incansable tarea comunitaria, hace que casi todos hayamos tenido algo que ver con él. Cada uno atesora un pedacito de su historia. Ha logrado hacerse comunidad, aun en su ausencia, aun en una ciudad, tal vez precisamente por eso, que clama justicia e igualdad, un pueblo que urge reparar la vergonzante y deshonrosa pobreza, miseria y exclusión, social y económica. Que exige, suplica, ruega por superar la tragedia de niños en patas y hermanos recibiendo humillantes migajas en los comedores.
Seguro que todos hemos escuchado, alguna vez, sus máximas preocupaciones: “Un comedor abierto es una tragedia. Es una familia que no puede reunirse a la mesa, que no accede a la dignidad del trabajo”.
Y aunque muchas veces decepcionado por gobernantes elegidos por el voto, que profundizaron el oprobio de la pobreza, repitió hasta el cansancio que cien años de este sistema, aunque rengo, eran mejor que un solo segundo de dictadura.
El pedacito de mi vida compartida con el Padre Andrés, que quiero contar, fue la realización de un proyecto con personas privadas de su libertad.
Con el equipo técnico y el taller de radio que coordinaba, en conjunto con un grupo de internos, elaboramos un dispositivo comunitario para su re inserción social. Uno de los penados, maestro panadero, enseñaría el oficio en la Parroquia. El destinatario era el barrio. Dos internos más rotaban cada tres meses con el mismo fin.
El Padre Andrés nos facilitó horno, cocina y nos abrió las puertas de la Parroquia y de la comunidad. Hasta 50 personas del barrio concurrieron por más de un año. Los internos vivenciaron reparatoriamente, el afecto, el respeto y la solidaridad, desde su rol de “maestros”.
Autorización judicial mediante, algunos de los privados de la libertad llegaron a peregrinar a federación con la comunidad de la parroquia. Cuando los 12 internos lograron sus salidas laborales, con la colaboración del Padre y de miembros del Barrio de la gruta de Lourdes, ejecutamos la continuación del proyecto. Con mucho esfuerzo (y con ayuda de Beba Tribulatti) pudimos alquilar un salón en el barrio para instalar una cooperativa de Panadería a la que por votación llamaron “La solidaria”. Durante más de un año funcionó esta maravillosa experiencia. A las reuniones grupales y el trabajo de incorporación de los principios cooperativos y solidarios, se enlazaban otros dispositivos grupales y comunitarios, el taller de comunicación y radio “Desde adentro”, los espacios de terapia grupal, la participación, en las ferias de “las golondrinas”, al abrigo de la mano generosa de Ezequiel Sierralta, en la que exponían artesanías y confituras, y el intercambio con diferentes instituciones educativas en las que se compartía las vivencias, que completaban el trabajo de transformación personal y social al que aspirábamos.
Quiero decir que ese proceso que se desarrolló en los primeros años del presente siglo, con el acompañamiento del Padre Andrés, tuvo como resultado que ninguno de sus participantes, volviera al delito. Varios armaron sus familias a partir de las vinculaciones que suscitó la experiencia. Algunos aún siguen viviendo del oficio que aprendieron.
Lejos de la idea de la meritocracia, esta experiencia evidencia que aún una pequeña y precaria ayuda y oportunidad puede ser transformadora de una realidad. Incluso de una realidad, como la del delito callejero, emergente de las injusticias y desigualdades que denunciaba el Padre Andrés, y que arrojan a decenas de miles a la miseria, la exclusión social y la falta de oportunidades de un proyecto humano, de vida digna. Se espera que las personas que salen de las cárceles, luego de años de hacinamiento y deterioro sufrido por las condiciones de encierro, aquellas que en Latinoamérica son depósitos de pobres, más que lugares de rehabilitación, se espera de ellas, digo, que se integren en la sociedad y no recurran a la vida delictiva.
Sin embargo, esa expectativa se frustra por la doble discriminación sufrida al egreso del liberado, por salir de la cárcel y ser pobre. Nadie les da oportunidades de reintegración socio-laboral. El Estado tampoco. Muchas veces, a partir de las experiencias como las reseñadas, he pensado cuán diferente podría ser este problema, si el Estado promoviera una política de inserción socio-laboral de los “liberados”, a través de cooperativas de trabajo. Es probable que la inversión económica sea mucho menor que el incremento de policías, seguridad privada, cámaras de seguridad, armamento, etc. y sus resultados, para combatir la “inseguridad”, no lo dudo, mucho mejores, más efectivo. Sin embargo, la “cultura” represiva pesa hoy aún más que un pensamiento socialmente inclusivo y reparador.
Tengo esperanza que cuando la sensatez, la sensibilidad y la comprensión de las causas últimas y más profundas del delito callejero, que son las derivadas de la honda desigualdad económica y social que vivimos como pueblo, triunfe sobre la actual demagogia punitiva que se erige como discurso predominante sobre la “inseguridad”, nacerán modalidades humanas de vivir en comunidad, y se multiplicarán experiencias como las de “La solidaria”.
Relato de la experiencia de Juan, integrante de “La solidaria”
Juan podría considerarse un ladrón profesional, vocacional. Afirmaba, sin intento de justificación, que había elegido el robo como medio de vida. Lo creía mejor que trabajar en condiciones de explotación laboral, como aquellos que igual se morían de hambre laburando en “la cosecha” o en “la madera”. Esos pobres eran para él unos “giles laburantes”.
Más allá de sus racionalizaciones, la elección de la vida que manifestaba, y que ahora lo dejaba en la cárcel, no me parecía, cuando lo escuchaba, tan “libre”.
El sufrimiento de reiterados abandonos, violencias familiares indecibles, desamparos personales, rechazos afectivos, experiencia de vida en la calle etc. fue el marco que configuró- como en muchísimas historias de aquellos en los que el delito es producto de la desintegración social y familiar- una personalidad marcada por la rigidez y el resentimiento. Padres ausentes, carencia de afectos, momentos de soledad e indefensión en su infancia completaron la necesidad de sustituirla por ranchadas y bandas delictivas que constituyeron su refugio, su verdadera familia.
Enseguida en la cárcel hicimos una buena relación. Juan confiaba en mí y podía contarme los aspectos más difíciles de su historia. Yo lo incorporé al taller de radio “Desde adentro”, que –como espacio de rehabilitación- había creado por esos años.
A Juan le gustó mucho. Esperaba el momento del taller y participaba con gran entusiasmo. Todos los sábados llevaba yo el cassette en el que grabábamos el programa a –en ese momento- FM CIUDAD y allí era reproducido. Un interno me acompañaba y presentaba el trabajo de sus compañeros.
Casi imperceptiblemente, Juan empezó a intercambiar mensajes con Marisa, a través de la radio. Marisa estaba alojada en la Comisaría del Menor y la familia. Juan me pedía que le lea los mensajes o se los enviaba directamente a través de las grabaciones, y Marisa se las ingeniaba para hacérselos llegar en papelitos, con los más insólitos mensajeros. “Para Marisa quiero pedir este tema “Me muero por abrazarte” de Alex Ubago”. “Gracias Juan, hermoso el tema, me hiciste emocionar”, llegaba el papelito de Marisa. Juan era objeto de burlas de sus compañeros, y él las compartía riendo. Los papelitos y dedicatorias dieron lugar a un encuentro concreto: Marisa solicitó visitar a Juan, y el Juez se lo concedió.
Los encuentros se hicieron frecuentes cuando Marisa fue absuelta y comenzaron a concretar el amor a través de las visitas íntimas, en un cuarto carcelario frío y oscuro, solo iluminado por la pasión. Finalmente, Juan llegó conmovido un día, para contarme, con unas lágrimas que se deslizaban por sus duras mejillas, que con Marisa estaban esperando el fruto de sus sueños. Marisa tenía ya dos hijos, de una anterior relación.
Juan comenzó a trabajar incansablemente en la producción de artesanías. Dejó de ir seguido a la radio, porque su labor era disciplinada: se levantaba bien temprano y trabajaba sin descanso hasta bien entrada la noche, cuando la “tumba” se transformaba en insondable oscuridad. Barcos, veladores, artesanías útiles o decorativas eran realizadas laboriosamente por sus hábiles manos. Marisa venía todas las semanas, cargaba con las artesanías de Juan, y las vendía, en la calle, en el barrio, por todos lados. De ese modo pudieron subsistir.
Nunca voy a olvidar el día en que, con su voz quebrada, Juan me comunicó que iba a ser padre. Tembló y lloró como un chico. Me estrechó en un abrazo único que no voy a olvidar. Me agradeció conmovido, solo pude sospechar sus motivos. Juan siguió trabajando sin pausas en sus artesanías, día y noche, sin descanso, para dar una vida digna a Marisa y sus hijos. Juan finalmente, se fue un día. Cumplió su condena y se fue. Se fue con Marisa y su nueva familia.
Esto pasó hace más de 15 años. Juan vive con su familia y trabaja. Cada tanto hablamos. Nunca, nunca más, volvió a robar.
(*) Psicólogo. MP 243