Por Fósforito
- Defendete, Fósforito. Dale, tapate la cara. No, no cierres los ojos… eso… Uhhhh, entró, uhhhh… jajaja… ¡Dale, dale, cuidate la cara!
Todavía puedo cerrar los ojos y escuchar la voz de papá. Enseñándome a ponerme en guardia y lanzar algunos golpes imprescindibles para tener chances en una pelea. Yo era un niño, un gordito cachetón y culón, bastante distraído y fantasioso que se pasaba horas y horas jugando solo con sus figuras de acción, mientras el resto de los chicos pasaban el tiempo en la vereda. Podía oírlos corretear allí afuera, pero yo era feliz en mi mundo de invenciones, en mi lugar seguro – mi zona de confort dirían hoy- donde yo era el rey. A veces un rey bondadoso, otras tirano, pero nadie discutía mi presencia. En esa soledad era el que no podía ser ante la mirada de los demás.
Mi viejo que era un tipo sencillo, buenazo, de pensamientos austeros, de carácter impulsivo -y psicología de elefante, diría mamá- me pinchaba de manera insistente para que activara mi instinto de defensa. Jugábamos como si se tratara de enseñarle a un perro a morder. Un perro gordito y torpe al que le gustaban los libros de aventuras, que lloraba por ver la tele y que se sentía intimidado por los machos alphas que se disputaban el control de la calle.
La agresividad fue mi método de extroversión. Así que de a poco me hice el lugar sopapeando a los que se burlaban de mis rollos, mi culo regordete o mis pectorales flácidos. Me convertí en un gordito mano larga. En cierto tipo de villano tal vez, pero me respetaron.
De todas maneras seguía siendo el gordito que no se quería sacar la remera en la playa, que se quedaba sentado bajo la sombrilla, que se angustiaba con cada llegada del verano, que evitaba verse al espejo y que sabía -aunque nadie se lo recordara- que algo estaba mal.
Así que después me mandaron a ALCO – “Alquitos” para los niños-, la Asociación para la Lucha Contra la Obesidad. Era como un tallercito para niños obesos, donde jugábamos y nos enseñaban a comer sano y controlar el apetito. Después de un año empecé a parecerme a los niños normales. Concurrir a “Alquitos” me hacía sentir avergonzado. Era reconocer que algo de uno no encajaba. Así que procuraba mantenerlo en secreto.
Dejar de ser obeso me permitió salir un poco más a la calle a jugar, hacer deportes con ganas, y relacionarme con los demás sin el factor violencia siempre latente (pero por más que uno adelgace, pasa mucho tiempo hasta que deja de ser “el gordo” para los demás).
Mi cuenta pendiente era con una compañera de natación que me llamaba, entre otras cosas, “gordito Terrabusi”. No la podía golpear, aunque a veces soñaba con ahogarla en la pileta. Amaba nadar, pero debía superar mi terror a sacarme la remera y encontrarme con esa chica tan bonita como cruel.
Tiempo después volví a ver a esa niña, ya una mujer adulta. Su rostro parecía el rostro de la luna. El paso del acné había dejado notorias marcas en su cara. Pensé que de alguna manera existía cierta justicia, cierto equilibrio. Saboreé mi venganza en silencio. Gocé de la oscuridad de mis pensamientos. Sentía que cerraba para siempre, y de una vez por todas, las heridas de aquella etapa de mi niñez. Ella ni siquiera supo quién era yo.
La noche que fui al cine a ver Guasón todos esos recuerdos volvieron. Habría tanto para desmenuzar de la película, pero mis pensamientos fueron acaparados por esas vivencias lejanas. Pude recordar las asperezas de aquellas angustias, el amargor de aquel dolor, las palpitaciones y las náuseas de la rabia contenida. Esas ganas de lastimar tanto como te lastiman…
Guasón me hizo pensar que no todos tienen la misma suerte de salir en pie, de no perderse en la locura, de no transformarse en la victima permanente o en el monstruo que la sociedad puede hacer de uno.
