Por Fosforito
He escuchado más de una vez que uno no debe ser amigo de sus hijos. Algunos me lo han explicado desde cierta idea de la autoridad paterna. Otros, supuestamente, desde la psicología. Tal vez pueda ser cierto, en ciertas edades de la vida. Pero ser amigo de mis hijos es una de las cosas que más satisfacción me ha dado en esta etapa de la vida.
Lo cierto es que estos meses de cuarentena y convivencia extrema nos han llevado – tanto a la madre y a mí- a reconfigurar nuestras relaciones con los adolescentes. No voy a entrar –por ahora- en detalles del proceso porque el espacio es limitado y quería hablarles de mi educación sexual, que venía al caso cuando, en una de esas largas charlas nocturnas, me dijeron que mi infancia y mi adolescencia debieron ser mejores que las de ellos. El planteo me dolió un poco, pero por ellos. Así que les dije que no sé si peor o mejor, pero seguro que distinta.
En mi barrio la calles eran asfaltadas, pero -y a pesar de vivir cerca del hospital Heras- el tránsito era tranquilo. Las líneas de colectivos eran la 1 de color rojo, la 2 medio verde, medio amarillo, que eran unas latas oxidadas y re podridas, pero que te llevaban hasta el polideportivo, y la línea 4 de color azul que era bastante potable. En la calle de mi cuadra nos juntábamos a jugar al fútbol y armábamos equipos de 8 contra 8 –mínimo- y a veces más. Corríamos carreras de bicicletas alrededor de la manzana, nos trepábamos a los techos de gran altura de los galpones vecinos, a veces a buscar pelotas perdidas y otras, simplemente, por intrépidos. Organizábamos torneos de tenis frontón usando un enorme paredón frente la casa donde pasé mi niñez. También hacíamos torneos de pelota-cabeza. Nos metíamos dentro de la escuela del barrio, saltando la verja, a jugar en el patio hasta que la policía o algún vecino nos echaran. Éramos medios expedicionarios, medios vándalos. Convivíamos el hijo del intendente, el hijo del juez, del contador, el hijo del comerciante, del apostador, el hijo del doctor, y los hijos de quién sabe quiénes más. Venían los del barrio de la Gruta, de María Goretti, algunos del Tiro, incluso desde la carretera La Cruz, los hermanos de calle Urquiza, y los mellizos de calle Entre Ríos… Pibes de 8 años que jugaban y seguían las andanzas de los muchachos de 12, 13,14 años. La tarde empezaba después de la siesta y terminaba a la hora de la cena. Las calles y esquinas del barrio eran nuestro club social y deportivo.
Mi educación sexual también se inició en la esquina de la escuela Almafuerte donde había un kiosquito de revistas. Yo solía ir a ver las tapas de Nippur, El Tony, Intervalo y D’Artagnan, pero no podía dejar de sentir curiosidad por esas otras revistas que estaban en los estantes superiores, lejos de mi alcance, y envueltas en una bolsa de nylon opaca que sólo dejaba ver el nombre de las ediciones y sugerían los contenidos: las porno. Me acuerdo -sobre todo- de unas llamadas “Destape”, “Eroticón”, “Private” y “Playboy”.
No era el único pibe de la banda del barrio que sentía curiosidad. Una tarde, los más grandes, organizaron el golpe. En aquellos tiempos nadie andaba en la calle mucho después de las nueve de la noche, así que con una plancha de acero le forzaron la lata al kiosco y se hicieron con las revistas. Los más chicos hacíamos de campana, mientras los más audaces ejecutaban la misión. Al otro día nos fuimos a la estación de trenes a mirarlas. Las revistas fueron pasando de mano en mano como si fuera una mercancía deseada, pero comprometedora a la vez, hasta que alguna madre las encontró y desaparecieron.
Ahí aprendí que el sexo era algo un poco desagradable, sucio y vergonzante. También que se podía tener relaciones sexuales con animales y objetos contundentes como una botella o una cachiporra de policía. Que a las mujeres también le podían gustar otras mujeres porque hasta ahí creía que “la homosexualidad era cosa de putos nomas.”
Mi vieja apareció un par de años después, casi sin saber cómo hacer, dejándome que me arreglara con dos libros “¿De dónde venimos?” y “¿Qué me está pasando?”. Mi viejo jamás me dijo una palabra sobre sexo, era un tipo que no sabía cómo hablar algunas cosas conmigo, entonces se hacía el boludo. La calle proveerá.
No los culpo y no me culpo. Todos somos hijos de nuestro tiempo, del contexto, las experiencias y las circunstancias. Me llevó mucho tiempo reformular mi idea del sexo, esa mezcla de morbo insano, prejuicios, tabúes y ciencias naturales que me había armado. También la idea de que la homosexualidad masculina era una enfermedad y la femenina una cosa de absoluta voluptuosidad inventada para la fantasía y el goce de los hombres.
Les pibes de hoy -y esta nueva era de la comunicación y la educación-, de alguna manera, me lo fueron explicando. No soy tanto un padre de mente abierta, sino más bien un padre de hijos con mentes abiertas y, sobre todo, mucho más sanas, que me permiten ser su amigo, que me permiten escucharlos y me escuchan, de los que aprendo y algo les puedo seguir enseñando.
A pesar de sus encierros en las pantallas, los veo más receptivos y libres de mente. Entienden que no existe el género sino sólo personas que se aman o se gustan. Aceptan y respetan la diferencia. Viven y dejan vivir.
Entonces, no todo tiempo pasado fue mejor, no en todos los aspectos, al menos. No siempre. Pero sí, algunas cosas cambian rápido y mucho, por suerte.