casa, en el barrio, en la escuela.
La escuela secundaria era una corbata que debía anudarse, apretado como una soga, en el último botón de la camisa. El cabello no debía subvertir su cuello. El largo y acusador dedo del Director supervisando la obediencia de vidas.
El mundial 78 se vivió con una euforia desmedida. Había, aun para mi percepción infantil de las cosas, algo desmedido, una desmesura que denunciaba que un exceso, una voz callada entre tanto grito, se jugaba en esas emociones extrañas. Porque no era alegría. Era un estado maníaco que encubría en su exageración, otros sentimientos.
Una alegría impostada, que se inflaba tanto porque debía esconder tristezas, angustias, miedos, dolor, vergüenza, culpa. Era lo supe después, como los gritos impúdicos que, en la cancha, se esforzaban en tapar los dolorosos aullidos de los campos de exterminio, ignominiosamente cercanos. Como Malvinas. Un estado de exaltación, una exuberancia que debía ser anómalo, tanto como para ocultar dolorosísimas frustraciones colectivas y desgraciadas mentiras.
Al festejo alucinado de cada baja inglesa como un gol del “Matador” Kempes, sigue en mi memoria. La imagen imborrable de mi vieja llorando en el sillón del living, abrazada a la radio de los comunicados, como a un último jirón de la esperanza.
El retorno de la democracia fue como salir de la caverna platónica. De a poco, no sé en qué orden, como si se levantara un telón, la tragedia fue quedando, crudamente, al desnudo.
Yo, por niño, no sabía el guión.
Pero se sabía. Rodolfo Walsh lo supo pronto, y lo hizo saber. La pretendida ignorancia fue la impenetrable muralla detrás de la que se escondió el terror general. El “por algo será”, el “algo habrán hecho”.
El frondoso patio de mi casa fue el escenario sorprendente en el que el drama eligió comenzar a revelarse. Íntimo, personal, silencioso. Como mensajes en una botella, una serie de libros culpables, torturados por el fuego en sus órganos más sensibles, emergieron desesperados de la tierra negra. Heridos de muerte se agitaban aun rogando el rescate. Agobiados, atormentados suplicaban su liberación del siniestro naufragio subterráneo. Eran libros de mi padre. Enterrados, silenciados como infame precio de la sobrevivencia.
Así, siguieron después, la escuela, la juventud, el hogar, la democracia, las palabras restituidas, poco a poco, los juicios por la verdad, el “Nunca Más”.
Otros descubrimientos: Que la Dictadura, fue militar, pero también Cívica y eclesiástica. Que había sacerdotes en las salas de torturas demandando confesiones, y en los vuelos de la muerte consolando a los asesinos, o colaborando con el robo de bebés. Que el sadismo, la maldad mayúscula, la inhumana crueldad y la cobardía crearon el término “desaparecido”, condenando a un duelo imposible a los familiares de las víctimas, y a todos nosotros a la infamia.
La impunidad, la obediencia debida, el punto final, el indulto, el agravio de la impunidad. Todo está guardado en la Memoria. Y entre tanta ignominia, entre tanta vileza, una ilusión, una promesa de recuperación de la dignidad se revelaba, lúcida en el horizonte.
Las Madres de Plaza de Mayo aparecían con la enorme fuerza de la Paz, de la verdad, del coraje, de la lucha, de la incansable búsqueda de la Verdad y la justicia, a constituirse en pilar ético de una sociedad vapuleada, degradada, aterrorizada.
Y Kirchner que ordenó bajar los cuadros de los genocidas, en un gesto de histórica reivindicación y se reabrieron los juicios. Y la brega permanente contra la calamidad y sus secuelas subjetivas. Que no es solo la canalla del negacionismo, del “olvido”, del dos por uno, es también la lucha interior y colectiva contra el miedo, el silencio, la justificación del horror, la censura, la insolidaridad, la indiferencia y la obediencia debida, como indelebles huellas del arrasamiento del genocidio, en la cultura.
La permanente pugna por mantener la memoria, por iluminar esa verdad histórica siempre amenazada por el Poder. Por el mismo que aplicó, a través del golpe, un programa económico y social que incluía, como requisito, la aniquilación de opositores y la planificación de la miseria para nuestro pueblo. Lejos están aún en democracia de haber aplacado su codicia, sus destructivas ambiciones. Continúan presentes, se vislumbran vivos sus fuegos aniquiladores en el Poder económico y mediático, continúan imponiendo su voracidad y egoísmo, en una derecha que reivindica el Terrorismo de Estado, conminando impiadosamente a la pobreza, la desigualdad y la injusticia a la mayoría de nuestro pueblo.
Por eso, la Memoria, la Verdad y la Justicia, no es solo es una lucha que rescata del pasado nuestra historia para no repetirla y nuestra identidad para reconocernos, es -sobre todo- un compromiso con el presente y con el futuro de nuestra Patria.
(*) Psicólogo. MP243