Por Fosforito
Mi abuela siempre decía que había tres cosas de las que no había que discutir en la mesa: fútbol, religión y política. Y, a veces, hacía extensivo su consejo para todos los ámbitos de la vida en general, porque cuando hay fanatismos no hay opiniones, solo palabras y oídos necios.
En aquel tiempo, de esos tres asuntos, sólo el fútbol me importaba. Muy poco la religión y absolutamente nada la política.
Claro, que mi abuela venía de otros tiempos, de bombardeos y fusilamientos, de proscripciones, balaceras y bombas, de torturados y desaparecidos.
Mi tiempo, en cambio, era hijo de la apatía, el desinterés, del mejor no te metas y del aguante el aguante.
Desde fines del milenio pasado hasta bien entrado el presente, la política había sido una desilusión tras otra.
Lejos de mejorar la vida, de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, las recetas aplicadas hicieron estallar la economía con frecuencia, golpeó nuestra moral como pueblo y vendió todo lo que se podía vender en benefició de una élite minúscula y expulsando a cientos de miles del paraíso de la clase obrera hacia al inframundo de los desocupados y la mano de obra servil.
La corrupción se hacía tapa todos los días (después supimos que los mismos, con igual afán, la podían tapar). Y uno no hablaba de política porque realmente no le interesaba. Era un desencanto de promesas vanas o mentiras descaradas y, como alguien cansado de las repetidas infidelidades, un día le pedimos a la política que juntara sus cosas y se fuera: “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”.
Y pasaron cosas: estallidos, represión, muertes, cinco presidentes en 11 días. Una crisis sin parangón y el exilio de miles de personas, alentado por la aciaga realidad y por los mismos caranchos de siempre.
Un día la política volvió a presentarse como herramienta de transformación en un país que intentaba recuperarse de la profunda crisis que estalló en 2001 tras una década de recetas neoliberales.
La Argentina se convirtió en la pionera de América Latina en términos de derechos sociales, derechos humanos, en empleo y cobertura social y previsional.
¡La economía funcionaba, estúpido! Con problemas -¿cuándo no?- pero con una tasa de crecimiento que llegó al 9 por ciento anual y un salario mínimo vital y móvil que fue el más alto de Latinoamérica durante buen tiempo.
Los más jóvenes -una franja de la sociedad que desde la década de los ‘70 se había mantenido apolítica- se volvieron a movilizar.
Pero una vez vencida la apatía, encendida la llama de la pasión y recuperada la política como realización de un proyecto colectivo, había que regar las raíces de viejos odios para dividir.
-¡Yegua!
-¡Gato!
-¡Se robaron todo!
-¡Gorila!
-¡Alberso!
-¡Se fugaron todo!
-¡Fiambrola!
-¡Hiena!
Y casi todo se redujo a un “estoy con” o “estoy en contra de”, convirtiendo el debate en una lucha donde sólo puede haber vencedores vencidos. Las expresiones contrarias se toman como actitudes de enemistad o agravios de índole personal, no se reconoce la diferencia y prima la descalificación y el afán de convertir al contradictor.
Quienes no se identifican con estos discursos han optado, en muchos casos, por callar sus opiniones para evitar la confrontación. Tienden a evitar hablar de política, pues les parece al pedo – desgastante- caer en discusiones donde no se llega a nada. Mejor guardarse en el silencio para no podrirla.
El debate público, predominado por la intolerancia y el irrespeto“al otro”, hace posible que muchos acepten de buena gana la autocensura del pensamiento.
Una reedición del “mejor no te metas.”
…
– ¿Remate? No, no hay remate. Esa, como siempre, se la debo, mi estimado. Ya lo he dicho, no tengo soluciones, sólo me sale traer problemas.