Mejor me callo

Por Fosforito

La vieja era una buena vecina. Nunca un problema. Jamás un no, decía. Con los vecinos lo mejor era llevarse bien. En realidad, con la gente en general. Que había dos cosas de las que no había que discutir: política y religión.

Ella ni siquiera discutía por la soberanía de su propia vereda o el canasto de la basura. Los vecinos de la casa contigua solían ocuparle el canastito para poner sus residuos. Cuando no podían porque estaba ocupado, le colgaban la bolsa de desperdicios de la rama del árbol de espumilla que estaba también sobre su vereda. El problema de la vieja no era compartir su canastito, ni siquiera encontrarse con la mugre del vecino colgando de una rama cuando abría la ventana de su pieza, sino que sacaban la bolsa 8 horas antes de que pase el basurero y los perros –y a veces los muy hambrientos- llegaban antes y rompían todo, esparciendo los restos en su vereda siempre limpia e impecable. Ella no quería pelear ni discutir con los vecinos, ni siquiera incomodarlos para pedirles que juntaran la mugre. Así que con sus 80 y tantos años se las arreglaba para limpiar solita.

Alguna vez me ofrecí para hacerle las “gestiones” con los vecinos, pero se negó rotundamente. “Qué van decir los vecinos (los demás) que nos andamos peleando por la basura. No vale la pena.” Pelear no era la idea, pero no era sólo la basura, era también por las lavadas de autos en la calle, la humedad de las paredes medianeras que le hacía brotar la pintura y, por más amablemente que lo hubiera pedido, nunca se lo solucionaban. Eran los ruidos molestos de motores acelerando los domingos de mañana y el asiduo bloqueo del garaje o la rampa de la vereda.

La vieja encontró una solución brutal para una parte del problema: hizo sacar el árbol de espumilla que le dio sombra por más de 40 años y el canasto de la basura; y empezó a estar pendiente de los horarios en que pasaba el recolector de residuos para salir al encuentro con su bolsa en mano.

Para ella el silencio y la reclusión hogareña eran una guarida donde estaba a salvo, donde podía preservarse de la incomodidad de los otros, de la malignidad de algunos, de la vergüenza ajena.

Pero el silencio no es salud cuando la indignación corre como aguarrás desde el esófago a las tripas. Y en ella también estaba esa impotencia de no poder resolver su educación campechana y sumisa. Ese sentimiento de inferioridad que se profundizó cuando después del golpe del ‘55 metieron a su esposo preso por ferroviario y peronista, cuando tuvo que esconder los cuadros de Evita en un armario, simular apatía política durante años y soportar agravios y comentarios hirientes, calladita la boca, en las tardes de chinchón con las amigas o en las cenas de Nochebuena.

Muchos están como la vieja ahora. Tragando saliva en casa, mientras algunos salen a desparramar su baba por las calles.

Muchos están como la vieja, mordiéndose la lengua para no pelear, para poder convivir con el vecino, para no perder amigos, para no podrirla en grupos de WhatsApp.

Para seguir la vida como si nada.

Conviviendo con esos que gritan para parecer que tienen la razón, esparciendo una amenaza invisible en sus partículas de saliva. Sin coherencia, sin propuestas, sin respuestas. Perdigones ligeros y deformes, encapsulados en un cartucho de emociones antipáticas.

Entonces, quedarse callados es saludable cuando -al dejarlos patalear y gritar- quedan expuestos en toda la dimensión de su delirio. Mientras más se enfurecen y despotrican contra cualquier cosa, y detrás de cualquier cosa, más desesperados, patéticos y bizarros se muestran.

No significa ceder. Tampoco pretender un consenso imposible con gente que se opone a todo antes de argumentar y debatir, para dejar que la agenda, al final, la terminen imponiendo los medios opositores y una minoría que teme por sus privilegios.

Esta vez el silencio no es sumisión.

La disciplina social, en pos del bien común – y en esta versión sui generis-, es consenso de la mayoría.

Esta vez el silencio es salud.

“Quedarse en casa” es conciencia colectiva, es paciencia y una forma de bancar lo que se cree que está bien.

No faltará mucho para que la alegría vuelva a las calles. Ellos lo saben, y por eso gritan cada vez peor.

Como un retador sin chances que vocifera ante el campeón.

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