José Darío Mazzaferri y el resto de la patota de Concepción del Uruguay ingresaban a las casas de sus víctimas sin orden judicial, muchas veces de madrugada y provocando destrozos. Los detenidos (o secuestrados) eran trasladados en el baúl de un auto o acostados en el piso de la parte trasera hasta la delegación de la Policía Federal, donde permanecían encapuchados y atados con alambre. Cuando los golpeaban y los torturaban, los represores preguntaban a los jóvenes por un mimeógrafo.
Era el instrumento que usaban para imprimir panfletos de protesta contra la dictadura, que desde el 24 de marzo de ese año había anulado muchas de las conquistas del movimiento estudiantil, como el medio boleto estudiantil, certámenes literarios, campeonatos de fútbol y otras actividades consideradas “subversivas” por los represores. Si las respuestas no eran satisfactorias, los maltratos se agravaban.
El mimeógrafo era la excusa para pasar a la tortura y así quebrar la dignidad y la resistencia de los jóvenes militantes, a la vez que destruir sus lazos de solidaridad y aleccionarlos y aterrorizarlos.
Mazzaferri se fugó en 2009 y permaneció prófugo durante cuatro años. Por eso no fue juzgado en 2012, cuando estos mismos hechos fueron llevados a juicio en la “Causa Harguindeguy”, que finalizó con la condena de cuatro represores. Lo detuvieron el 12 de diciembre de 2013, en la provincia de Buenos Aires. Había cambiado su aspecto: se había dejado crecer el pelo y la barba. Ahora le llegó la hora de la Justicia.