¿Por qué ardió en la plaza de Salvador de Bahía la primera edición completa de “Los capitanes de la arena” de Jorge Amado? ¿Dónde residía su peligro? ¿En el contenido “subversivo” que exhibe de un modo realista la injusticia y la ignominia de la sociedad brasileña? ¿en la belleza de su prosa?
Eduardo grüner, en un artículo escrito para la revista “Topía (N 75 noviembre de 2015) “Palabras que matan”, dice que “…no estamos diciendo el dislate que la literatura por si misma puede hacer revoluciones o transformar la realidad social y política en términos materiales (…) la literatura por sí misma no puede hacer nada, más allá ´de poner a pensar críticamente a unos cuantos sujetos, eso por cierto no es poca cosa, pero(…) ni el mejor de los poemas ha podido impedir nunca que los pobres mueran de hambre o sean explotados( …) lo que si puede hacer, es meter el dedo en la llaga, escarbar en la herida…eso la literatura lo hace con palabras y sin necesariamente saberlo, vale decir, atentando, con sus interpretaciones, contra los sentidos comunes del lenguaje y entonces-ahora podemos citar a Faulkner “poniendo en el mundo algo que no estaba”. Podríamos decir que esa es su condición utópica en el mejor sentido de ese término. La literatura… crea mundos alternativos y por ese solo hecho muestra que el mundo que tenemos no es el único posible. Que podría ser de otra manera y que por lo tanto es transformable, aunque la literatura no pueda hacerla solita. He ahí el peligro que implica para el poder, más allá del tema del cual hable (que no tiene porqué, ser el mismo “político” en ningún sentido inmediato) o de la ideología del autor etc.”
El carácter transformador, entonces, de la actividad literaria, reside en exhibir, a través de la belleza del lenguaje, con toda la fuerza creativa y estética de un poema, un cuento, una novela, que este mundo, no es el único posible, que éste orden, injusto, violento, desigual, que todo orden es tan probable, realizable, como cualquier otro. Que incluso, como creía “Cándido”, el personaje de Voltaire, ni siquiera es el mejor de los mundos posibles. Que se pueden imaginar otros, que la utopía no es un sueño.
LEER EN EL MANICOMIO
Tal vez no se hagan revoluciones con la literatura, pero si revuelos; Una sala de salud mental. Las personas en crisis. Deambulan por los pasillos. Deliran, alucinan, se retraen, encerrados. Silenciosos y aislados. Se van de alta. En sus casas trabajan el ocio. Rumian su delirio. Solos, desconectados, marginados. Cada tanto buscan “la receta”. Cada tanto los demonios reaparecen y otra caída. Otra vez caminan solos, sin “registrarse”. Les propongo reunión. En el solárium de la sala. Más allá de algún monólogo colectivo, de una palabra que se va del surco, ya somos un conjunto de personas que repetiremos el acto de “encontrarnos”. Hablamos. Conversamos. Les pregunto qué les gustaría hacer. Para mi sorpresa, la mayoría dice leer y escribir. Esa congregación inicial va haciendo grupo. Y escriben y leen y se miran y se escuchan, y se transforman y cambian. Y la escritura se hace revista. Y “linyera fina” le pone “Revuelo en el altillo”. Y, durante doce años, los locos no son más locos, son hombres que piensan, que escriben, que leen, que dicen, que hablan, que escuchan, que se comunican, que se vinculan. Que deliran, que proyectan, que sueñan, que no están solos. Que se expresan. Que se escriben, que rechazan los motes de esquizofrénicos, bipolares, deficientes. Que desean escribir, no ser escritos. Que se reconocen en sus nombres. En sus historias y recovecos, en lo que anda y en lo que no anda. Que hablan que sueñan y se expresan, y protestan su locura marginada, en la radio, cuando llegó “la hora del revuelo”.
La lectura, la escritura, la palabra, la expresión y todas las producciones simbólicas ensayadas, los han transformado. No es una revolución, es un revuelo dentro de cada uno de ellos. La salud mental es posible. Es una agitación, un trastrocamiento en las formas de vivir “la locura”, de pensar la “locura”, de abordarla. Con más cócteles de palabras que de pastillas. Más poesía y menos policía. Tomar la palabra. Repeler los prejuicios. Rehuir los confinamientos, físicos y simbólicos. Desechar el ser dicho. Dibujar colectivamente un horizonte, reconocerse valiosos, abrir las anchas avenidas del deseo. Superar la larga noche del encierro. Leer en el “manicomio” no hizo una revolución, pero hizo un revuelo. Un revuelo en el altillo.
LEER TRAS LAS REJAS
Alguien definió a la cárcel como un depósito de pobres: Hacinados conviven personas cuyos delitos son frutos de la marginalidad, de la exclusión social, económica y –como lo señala César González- cultural. Por eso los niveles de analfabetismo son muy elevados, más allá de los nobles programas que han intentado combatirla.
He vivido, sobre todo con la creación del taller de radio “Desde adentro”, la maravillosa experiencia de las transformaciones que se operan en un sujeto privado de la libertad cuando accede al mundo de la lectura y otros procesos de simbolización. Su mundo, y el mundo, cambian indefectiblemente. Pero la historia de César González en cuanto a los efectos subjetivantes de la actividad literaria en la cárcel es demasiado contundente como para obviarla. Tal vez a diferencia de Roberto Arlt, ese extraordinario escritor que denunciaba las dificultades de acceso a los libros en las clases pobres, César denuncia, para ellas, un ocultamiento de la cultura: “Mi cabeza comenzó a cambiar, a incorporar cosas nuevas (se refiere al contacto con los libros estando preso); todo un mundo que no conocía hasta antes de caer preso, cuando me di cuenta de todo lo que se le oculta a un joven que le toca nacer en un barrio de clase baja, en una condición pobre y humilde como en la que nací. Aparte de excluirte económicamente, te excluyen cultural y simbólicamente. Te excluyen porque sos el negro de una villa, el negro de mierda, vas a ser chorro, obrero o nada más”, decía en una nota de Página 12 hace unos cuantos años. A los 16 años ingresó en un instituto de menores y estuvo preso en una cárcel hasta los 21. Cinco balas de la policía colaron su cuerpo atestado de drogas. La escasez de su lenguaje determinaba una pobreza de su universo simbólico y de la relación con el mundo: “usaba la misma cantidad de palabras para hablar siempre de los mismo: a quien le choreamos, cuanto hiciste, cuanta merca compramos, anda la yuta…” Ese mundo se fue ampliando prodigiosamente cuando la lectura –y la escritura- le permitió ensanchar su vocabulario.
¿Cómo accedió César a la lectura, a los libros en la cárcel y cuál fue su proceso de transformación?… Primero hubo “otro”: Patricio Montesano. Daba un “taller de magia” en el penal, y entre truco y truco hablaba de arte, de poesía, de historia, de lo que pasó en los ‘60 y ’70, de Rodolfo Walsh y el “Che” Guevara. César señala que los trataba como personas, les brindaba un buen trato y no se plantaba como modelo de la vida sino de igual a igual. Además, les llevaba libros. Aun así, César no se mostraba interesado al principio, estaba preocupado por su situación, por su “pequeño mundo”. “Este loco de mierda, qué me importa lo que dice, si total a mí me quedan un montón de años”. Pero la insistencia, la pureza y la honestidad en el deseo de ayudarlo de Patricio lo convencieron. Apareció ahí, la lectura. Su primer libro: “De Ernesto al Che” de Calica Ferrer. Vino el asombro “antes de ese libro no sabía que el “Che” era argentino, ni lo que había hecho, ni sus ideales. Me sirvió para darme cuenta de que uno puede hacer un clic en la vida”.
Luego vinieron las preguntas: ¿Por qué nací en una villa y pobre, en un contexto de mierda? ¿Conocer de niño las drogas? ¿Hubiese terminado en una celda si no hubiese nacido en una villa como nueve de cada diez que estamos en una cárcel? ¿Qué hubiese pasado de haber nacido en otro contexto? Vino entonces el ver, el descubrir, el imaginar otro mundo posible, otro orden posible de las cosas: “Se cayó la venda de mis ojos, con mucha rabia”, y otra vez, ese descubrimiento y esa indignación lo impulsaron a leer otros libros: “A leer, a llenarme de argumentos, fue un renacimiento, un salir de la oscuridad, mi renacimiento fue gracias a la cultura. Comencé a tener conciencia de clase, a pensar, a darme cuenta que es más peligroso un pibe que piensa que un pibe que roba”.
La cárcel no estimulaba este maravilloso proceso de transformación: “Me pegaron en la cárcel por leer, por pensar, por escribir. Pero me di cuenta que no me gustaba esa vida que llevaba y decidí leer, terminar el secundario, recibirme. Recibí miles de requisas por leer y escribir”.
Cuando le llevó su primer poema, la psicóloga del penal dejó al costado el papelito y le dijo: “muy lindo esto, pero cuando salgas tenés que trabajar. Vos cometiste un delito, tenés que resarcir a la sociedad y la única forma es que te rompas el lomo trabajando. Con esto-el poema- no resarcís el daño”.
Es sumamente interesante el proceso que relacionó a César con la literatura y la cultura en la cárcel. Primero hubo otro que lo acercó a la lectura. Que le dio libros. Los libros le dieron conocimiento, ampliaron su lenguaje, su imaginación, la convicción de que otro orden es posible. Lo llenó de preguntas, de interrogantes, de rabia, de indignación, que lo motivó a leer más y más. Y a escribir poemas y su primer libro: “La venganza del cordero atado” (Editorial continente). Y a transformar su mundo y el mundo en ese tránsito tan maravilloso como lamentablemente excepcional de “pibe chorro a poeta”, a estudiante de Filosofía, a Director de cine. En fin, a otro revuelo.
(*) Psicólogo. MP243