A poco de cumplirse tres décadas de la recuperación democrática, un sector del periodismo nacional se sumergió en un verdadero aquelarre de trapisondas informativas concentradas en el incidente de salud vivido por la Presidenta de la Nación. La grosería de las suspicacias iniciales, los diagnósticos sin sustento y las especulaciones destituyentes asociadas a fantasías seudo médicas sin asidero fueron moneda corriente en los últimos días. Desarticuladas cada una de esas infamias por la mera confrontación con lo real, los papelones acumulados en unas cuantas horas no parecen haber detenido el entusiasmo de las cloacas desinformantes.
Pero antes de abordar los últimos bolazos torpemente disfrazados de primicias, vale la pena intentar una rauda genealogía del amarillismo panfletario argentino.
Cada vez que se acerca un 17 de octubre es inevitable recordar la emblemática imagen de los peregrinos fundantes del peronismo calmando su fatiga en la Plaza de Mayo.
En aquellos días, los medios de comunicación tradicionales ya estaban empeñados en la cruzada de interpretar la realidad haciendo una lectura sesgada y capciosa de los hechos más relevantes. Las directrices de las potencias hegemónicas encajaban perfectamente con su defensa de los intereses de las clases dominantes. Y esos medios, a través de sus consagradas firmas, eran también los dueños y los árbitros de toda expresión que pudiera definirse como cultura.
A poco de cumplirse tres décadas de la recuperación democrática, un sector del periodismo nacional se sumergió en un verdadero aquelarre de trapisondas informativas concentradas en el incidente de salud vivido por la Presidenta de la Nación. La grosería de las suspicacias iniciales, los diagnósticos sin sustento y las especulaciones destituyentes asociadas a fantasías seudo médicas sin asidero fueron moneda corriente en los últimos días. Desarticuladas cada una de esas infamias por la mera confrontación con lo real, los papelones acumulados en unas cuantas horas no parecen haber detenido el entusiasmo de las cloacas desinformantes.
Pero antes de abordar los últimos bolazos torpemente disfrazados de primicias, vale la pena intentar una rauda genealogía del amarillismo panfletario argentino.
Cada vez que se acerca un 17 de octubre es inevitable recordar la emblemática imagen de los peregrinos fundantes del peronismo calmando su fatiga en la Plaza de Mayo.
En aquellos días, los medios de comunicación tradicionales ya estaban empeñados en la cruzada de interpretar la realidad haciendo una lectura sesgada y capciosa de los hechos más relevantes. Las directrices de las potencias hegemónicas encajaban perfectamente con su defensa de los intereses de las clases dominantes. Y esos medios, a través de sus consagradas firmas, eran también los dueños y los árbitros de toda expresión que pudiera definirse como cultura.
Simultáneamente, la burda operación de lanzar un rumor descabellado, esperar que los aliados (pero también los incautos y los burros) el primer mundo lo recojan y recuperarlo como ejemplo de la forma en que el mundo ve los acontecimientos locales, ha sido otra de las infamias desembozadas que han proliferado en torno de la salud presidencial.
Entre los últimos fuegos de artificio del impresentable club de bufones que le dan sus nombres a los medios hegemónicos, han aparecido otras ficciones que dicen tener su sustento en fuentes afincadas en el círculo más cercano a la Presidenta. Se menta así un supuesto entorno del que surgen las especulaciones más recientes.
No deja de llamar la atención que los poseedores de esa fuente tan estratégicamente instalada, no le haya comunicado a estos muchachos el accidente originario de esta historia, el diagnóstico primigenio y la ulterior evolución que desembocó en la internación de la Jefa de Estado.
Teniendo acceso a tan privilegiada “garganta profunda” sorprende la desorientada catarata de versiones erróneas que viene enriqueciendo el historial periodístico de esta legión.
Es posible que aún estén a tiempo de tomar en cuenta la enseñanza de la fábula sobre el pastorcito mentiroso y no insistan en suplantar la nobleza de un reconocimiento del error por ese empecinamiento que define su ya conocida fe de ratas.