Crecí en el seno de una familia clase trabajadora en la que las pasiones se dividían entre Radicales y Peronistas y entre River y Boca: Comerciantes, ferroviarios, empleados administrativos, docentes y amas de casa formaban mi círculo. Mi infancia pasó en un barrio bastante barrio pero cercano al centro y en el que existía esa extraña costumbre de sacar las sillas y pernoctar en la vereda. Escuela pública siempre. Estudios terciarios. Primer trabajo a los 18 y de ahí nunca más vuelta atrás. Nada excepcional.
He sido siempre lo que se llama un freelance: Un término inglés –muy conocido dentro de la actividad del periodismo en particular- para referirse a aquel que trabaja por su cuenta. Google dice que ser freelance significa ser un trabajador autónomo que trabaja para sí mismo y cuya actividad principal es prestar servicios a terceros a cambio de una compensación económica. En otras palabras, un freelance es alguien que “no tiene jefe”, es su propia empresa y ofrece servicios o productos a terceros”.
– Hay sólo un paso entre ser un emprendedor o ser un trabajador auto explotado.
Más de una vez me repartí entre varias actividades al mismo tiempo. Tuve más rebusques y trabajos que los dedos de una mano, pero casi nunca fueron en relación de dependencia y, cuando me tocó hacerlo, nunca tuve un recibo de sueldo, ni un aporte de nada. Contadas veces cobré un aguinaldo y casi siempre mi paga fue en concepto de comisiones o porcentajes.
Salir de vacaciones siempre fue resignar dinero, patear trabajos y perder clientela. Alterné ocupaciones donde sólo se requería de la fuerza bruta con otros que exigían de algún esfuerzo intelectual. Traté con “vikingos” y “pitucos del centro”, con señores con título, cargo o función y con los últimos orejones del tarro… Tuve que aprender a relacionar con todos.
Releyendo un poco temo que todo pueda sonar a queja, pero no. Uno aprende a ser dúctil, a saber que hay vida más allá de esa “seguridad” que otorga un trabajo “a priori” estable llámese Estado o empresa “importante y de trayectoria” o continuar el negocio familiar. Aprendí a cuidarme en la calle. A entender que siempre puede aparecer alguna oportunidad. Entendí que uno sólo está vivo si está en movimiento y crecimiento, si no, estás muriéndote, estás muerto o te estás pudriendo.
Intento, con entusiasmo, seguir aprendiendo cosas. Intento, con desesperación a veces, adaptarme a los tiempos que corren. También recorro más, trabajo más. Me volví algo más disciplinado -que no es detalle menor para un “independiente”-. Intento reducir mis gastos, optimizar el tiempo de trabajo y lograr que el dinero rinda mejor. Hijo de los noventas. Del 2001 también. Un jinete de la angustia. Uno de los que se quedó. Uno que abandonó su carrera, su profesión, cuando el convulsionado y aciago tiempo así lo determinó. Otro que hizo lo que pudo… con vergüenza, amor propio y, la mayoría de las veces, más desesperación que determinación.
Uno como muchos de ustedes. Nada excepcional. Ni acaudalado ni talentoso. Sólo alguien más que se “pela” a diario y que muchas veces se siente un pequeño y nervioso hámster corriendo en su ruedita sin fin.
Para que les voy a contar que hubo unos años en los que me fue muy bien: Trabajaba casi tanto como ahora pero me permitía ciertos gastos superfluos impensados para hoy. También arreglé mi casa, hice piezas para los niños, cambié la moto por un usado y luego el usado por el 0km. Me fui de vacaciones algunas veces al mar… entré en todas las moratorias y fui por primera vez a un contador para empezar a pagar, con orgullo y alegría, los impuestos. Un ciudadano a pleno.
Así que cuando escuché que este era un tiempo para meritócratas, que se terminaban las dádivas y lo que se daba, pensé que bueno, que a pesar de la angustia que me generaba el porvenir quizás no había por qué preocuparse en demasía si a mi juego me llamaron…
Desde hace un par de meses algunas boletas a pagar duermen sobre mi escritorio y, mientras escribo estas líneas, las miro de reojo y tecleo con suavidad para no molestarlas. Leo que el comercio minorista baja sus ventas y persianas y dependo de ellos como del aire que respiro. El vehículo suena como una murga sin entusiasmo y me pregunto cuál de todos los ruiditos requiere de reparación inminente. Los “fresquetes” y los aguaceros me producen un consuelo egoísta y una satisfacción jodida: Soy “El Grinch” que celebra el boicot que el clima le hace al verano.
Ahora me paso implorando e invoco fuerzas sobrenaturales para que no se enferme nadie, no se rompa nada, para que la membrana aguante los aguaceros de este enero lluvioso y que los arreglos de las muelas no se caigan por masticar carne “de exportación”.
Y ya no entiendo si todo lo que lograba cuando me iba mejor me lo merecía y si todo lo que voy resignando ahora también me lo merezco.
– Si yo siempre trabajé, me rompí el lomo y nadie me regaló nada.