Las crónicas de Oxímoron: Pescando en el desierto

La Paz es una ciudad de aproximadamente 30000 habitantes, ubicada en el noroeste de la provincia de Entre Ríos. Tiene un paisaje bello y accidentado como suelen tener las ciudades ubicadas en esa altura de la costa del río Paraná: Barrancas empinadas, bañados, islas, abundantes bosques y ceñidas playas que, a duras penas, le ganan terreno a un río poderoso, soberbio y deslumbrante. 

Suelo visitar la ciudad por cuestiones de trabajo cada 30, 40 días. Para unos ojos foráneos como los míos, La Paz luce pintoresca, tranquila (pero no del tipo ciudad fantasma). La gente anda, se mueve, es amable y muy creyente. No es de extrañar que en algún lado esté sonando de fondo Radio María. 

Sin embargo, para el paceño, La Paz es una ciudad estancada, algo aburrida y sin pista para “tirarse lances” que salgan de la medianía. Hablo largo y tendido con los pibes de la rotisería a la que siempre vuelvo para comprar el “lomito especial de carne de cerdo” que es un sándwich incomparable que dinamita cualquier voluntad de cuidar la silueta. Ellos suelen lamentarse de que la ciudad se apaga entrada la noche, que no hay mucho para hacer ni ver, que nada sale del molde conservador y preguntan por Concordia como si se tratara de Las Vegas.

La tranquilidad prodigiosa y la aparente inmovilidad de La Paz que encantan al visitante pueden ser una condena para muchos de sus habitantes. 

La última vez que fui a La Paz quedé preocupado por la velocidad menguante que se percibía en sus calles. En el hotel donde me hospedé estábamos solo yo y una familia de Buenos Aires que tenía parientes ahí y aprovechaba las vacaciones de julio para conocer la ciudad, las termas de aguas saladas y salir de pesca que es el principal atractivo del lugar.  

Visité cuatro clientes y en sólo uno encontré una persona queriendo comprar. Las charlas giraron en torno al rosario recurrente de lo estancada que está la actividad, lo caro que está todo, la plata que no rinde. Por supuesto que las ventas también fueron una lágrima. No con poco esfuerzo y siendo muy flexible rapiñé un par de cheques a largo plazo para saldar cuentas vencidas.

La Paz no es la excepción a la situación angustiante que se vive en toda la provincia, pero lo anecdótico es que fue una de las dos ciudades cabeceras de Entre Ríos donde ganó y fue ratificado el partido neoliberal Cambiemos.

Así que ese lunes llevaba casi la mitad de la tarde con un cliente en La Paz, haciendo más relaciones sociales que trabajo. Mirando desde adentro hacia afuera, a través de la vidriera, a la gente ir y venir por la plaza principal. Tomando mates y charlando de banalidades. El cliente, esperando “el pique” y yo consiente que no iba a vender nada, pero satisfecho de haber podido cobrar.

    – 4 años más así y no queda nada.- Le dije, ya aburrido y con ganas de irme, para decir algo y estirar un poco un parloteo que estaba agotado. Quizás por la curiosidad de escuchar qué decía un dubitativo defensor del cambio.

   – Hay que trabajar igual, esté quién esté. Si son todos iguales, todos chorros.

   – Sí, la verdad que son todos chorros, por eso creo que voy a votar a los Robin Hood. 

Los Robin Hood son los que “roban pero hacen”, la única buena característica que le puede otorgar un “anti” al movimiento nacional y popular.

   – Me cuesta votarla a la chorra.

   – Y a mí también, pero me tapo la nariz y al sobre.

La charla giró por esos lados. De nada valía hablar de la corrupción estructural, intentar una crítica al neoliberalismo o salar las heridas de la estafa macrista. Traté de empatizar con él. Intentar mirar el mundo desde su lugar. Darle la razón un poco porque razón tiene cuando piensa que tenemos corruptos y lúmpenes de nuestro lado, sinvergüenzas acomodaticios de buen vivir que, al final, son los peores porque se dicen compañeros y bastardean la idea y el ideal… 

Podría haberle dicho que las ideas y los proyectos están por encima de los nombres, que uno no se cambia de cuadro porque un dirigente robe, un hincha escupa a otro o un jugador pegue una patada desleal, pero intuí que era mejor abrazar su indignación y resignificarla apelando al corazón de un tipo defraudado y de bolsillo muy castigado. 

A prueba y error uno busca la manera adecuada de persuadir para sumar. Sólo existe la certeza de que tratar de imponerse con argumentos ideológicos, intelectuales o chicanas termina por lograr que se desgasten o rompan las relaciones, pone al otro a la defensiva, haciendo que exploten todos los canales de diálogo y entendimiento. 

No queda tiempo para seguir equivocándonos, para continuar piantando votos, porque los comunes estamos todos atrapados en este barco con inminente destino inhóspito.

Me está llevando casi cuatro años de Macrismo entenderlo. 

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