León me preguntó si no sabía de alguien que vendiera un arma. Un revolver, una pistola, calibre 22 ó 38. Daba lo mismo. Indignado por la creciente inseguridad y violencia que se vive en la ciudad, León le quiere meter bala a los chorros. Dice que a él no le van a robar así nomás.
Concordia es una ciudad brava cuando el hambre y la droga se mezclan y potencian. Es una ciudad con mucha gente rayana al sistema. Una ciudad que se pone más grande y peligrosa; partida en dos por una gran diferencia social y económica.
Y León sabe que él es el jamón del medio: Bolichero en un barrio rodeado de marginalidad donde la cana no va sino la llaman y, si la llaman, suele ser tarde. Mi amigo bolichero está enardecido por la delincuencia y la piojera. Anda enojado con todo… Y está diciendo que quiere un arma…
Por qué motivo me preguntaría a mí: supongo que porque ando en la calle y puedo conocer alguna gente… O tal vez sólo esté hablando a boca de jarro y quiere escuchar “a ver qué le digo”…
Sí, alguna vez pensé en tener un arma. Los muertos de mi familia nos habían dejado ese problema al partir y las mujeres sobrevivientes tuvieron la sabia decisión de adherirse al desarme voluntario. Fue durante los años del gobierno “progre” que hablaba de inclusión y repetía que la patria es el otro.
El arma es un problema. Requiere mucha responsabilidad y precaución tenerla en la casa: Siempre supe donde papá guardaba la pistola y, más de una vez, me puse a jugar con ella frente al espejo de su pieza o la saqué de su lugar para mostrársela a mis amigos. La pistola de papá se parecía a la que usaba Sonny Crockett en Miami Vice. Levantarla y sentir su peso daba una sensación de poder y adrenalina sólo comparada con la cocaína (traten de imaginar lo que debe ser combinar ambas).
Mi abuelo dejó un revolver como los que usaban los Ángeles de Charly: seis balas, negro, pesado y siempre cargado. También solía robarlo para ir a jugar.
Tuve la idea de quedarme con alguna de las dos, más por nostalgia que por ganas de usarla, pero tuve una férrea oposición en casa: “¿Están los nenes? ¿Dónde la vas a guardar?” Y, finalmente, el tajante “Acá no quiero un arma”. Listo. Hay que aprender a escuchar a los que tienen razón.
Al principio gruñí un poco, pero… Y sí, ¿dónde la podría guardar para que mis hijos no supieran encontrarla? ¿Cómo me aseguro de evitar ser el desafortunado en la ruleta de los accidentes trágicos?
¿En qué momento iré a usarla? Si no la tengo a mano a la hora de necesitarla estaré en desventaja y, con seguridad, nunca tenga oportunidad. ¿De qué me serviría entonces?…
¿Tengo el valor de dispararle a alguien? ¿En serio?… ¿Debería asegurar el tiro al cuerpo o lo “aseguro” con un balazo a la cabeza? ¿Tengo el valor para enfrentar las posibles consecuencias de usar un arma? ¿Y si me equivoco? ¿Y si desato un infierno peor?
Son muchas las noticias por el uso indebido de un arma y muy pocas las de héroes de la clase trabajadora que ganan las batidas a duelo con delincuentes.
Sin embargo, se percibe la idea de que tener un arma nos da seguridad. Se escucha en la calle, en la tele, se lee en las redes sociales. Y para peor, el partido neoliberal, además de pregonar para que la sociedad autosatisfaga sus necesidades de trabajo, salud, educación y vivienda dentro de un “apasionante clima de incertidumbre”, también alienta a que el ciudadano se defienda por sus propios medios -y como pueda- de la violencia y la marginalidad que su propio útero enfermo de codicia y avaricia pare todos los días sin parar.
- La guerra de pobres contra pobres, estimado Fósforito
- Sí. La de siempre, la de todos los días, pero de una manera extrema.
Recordé la historia de un muchacho que fue noticia en esta ciudad, antes que finalizara el primer lustro del 2000, por abatir de un escopetazo a un delincuente. El suceso causó estupor en la opinión pública local, nacional y, según algunas crónicas de entonces, en la de Juan Carlos Blumberg: Un joven, de apenas 20 años, salió por una puerta garaje lindante al almacén de su hermano segundos después de que este fuera asaltado por dos delincuentes. Los sorprendió – ¿los emboscó?- en plena fuga y mató a uno de ellos – de 20 años también- e hirió a otro, ambos por la espalda.
El flaco se comió un proceso. Estuvo algún tiempo detenido. Hubo marchas masivas y muchas editoriales a su favor. Los avatares judiciales llevaron a la desdicha económica y emocional a la familia. La aventura de pistolero costó sangre, sudor y lágrimas para esa gente “de bien y trabajadora”. Tiempo después, la justicia determinó – con esa manera que tiene la justicia de obrar cuando quiere arreglar el humor social y apela a sus “íntimas convicciones” para lograrlo- que la mala decisión (el asesinato) había sido como consecuencia de un “déficit de conciencia” del ejecutor y casi en legítima defensa.
El flaco se marchó de la ciudad para siempre y se fue a vivir un poco lejos, casi escondido del mundo, en medio de un campo.
Hace un tiempo crucé a su hermano – víctima junto a su familia del asalto-le pregunté por el flaco. Por lo general, nadie suele preguntar porque es un tema que duele (pero suelo ser muy malo para los filtros). Me contó que seguía en el campo. Que estaba bien allá. Y no mucho más.
Alguien dijo: “Estuvo bien, Yo hubiera hecho lo mismo.”
Él respondió: “No, hermano. Te juro que no. Ojalá nunca hubiera pasado.”