Tengo una sensación. Un sabor agridulce. Debería estar contento, supongo. Vienen las elecciones. Cada vez falta menos para tener la oportunidad de sacar a estos descorazonados que están rompiendo todo y lo que no rompen se lo reparten a dos manos entre amigos, secuaces y familiares; y todo bajo el paraguas obsceno de un silencio mediático para el escándalo.
Me cuesta tragar la saliva cada vez que salgo a la calle y veo la desilusión de muchos compatriotas. “Son todo lo mismo”, dicen y repiten como una verdad indiscutible e indubitable. Mucho de razón hay en esa desilusión. Sobre todo para esa porción oscilante del electorado. Esa franja a la que se suele señalar como “desideologizada” (si es que la ausencia de ideología es algo posible).
Esa franja de votantes que cuando se empezaba a poner feliz luego de la peor crisis económica de la historia argentina moderna les empezaron a llenar la cabeza con mitos sobre robos y botines más fastuosos que los de Ali Babá en los Cuentos de las Mil y Una Noches; con delirios sobre hordas de mercenarios juveniles entrenados por comandos venezolanos-iraníes listos para atacar a cualquier manifestante pacífico que quisiera salir a cacerolear; con sospechas de ataúdes vacíos, viudas negras asesinas y magnicidas; con presagios de un país que iba derecho a Cuba con escala previa en Venezuela; con la revelación de que vivir con la heladera llena era una mentira inviable e insoportable; con la hijaputez de pensar que reparar los daños sociales producto del abandono del estado, de políticas conservadoras y planes económicos neoliberales era darle al otro algo que no se merecía.
Nos dijeron que ese amor no era conveniente para nosotros. Que sufríamos, pero no lo notábamos porque estábamos ciegamente enamorados como unos tortolitos adolescentes. Nos mostraron los defectos donde creíamos ver virtudes. Nos fotografiaron muecas desencajadas donde había sonrisas. Nos reinterpretaron las palabras de reconciliación y reparación para que entendiéramos que sólo se trataban de viejos rencores y cuentas pendientes del pasado setentista. Revolvieron las aguas de nuestro ser argento para levantar los sedimentos del enano fascista que todos llevamos adentro.
Nos prometieron un amor mejorado. Un amor de felices por siempre, pero resultó la trágica historia en la que la amante que nos encandiló con su gracia y su lengua de oro nos da la muerte a sorbos, pero no nos mata sólo la vida sino también la capacidad de volver a enamorarnos.
El problema es que ahora todo daría lo mismo. Los que se fueron o los que están y que venga lo que venga total no nos queda otra que seguir insoportablemente vivos.
Han dejado la tierra abonada para que cualquier sapo se convierta en príncipe.