Las crónicas de Oxímoron : Historia de dos abuelas

Recuerdo haber pasado mucho tiempo con mis dos abuelas. Casi que podría asegurar que fue una tenencia compartida con mis padres.

Casi que tuve tres madres.

Nací y viví los primeros años en la casa de mi abuela materna hasta que nos mudamos a otra construida sobre la loza de la primera. Mis padres trabajaban un montón, así que pasaba la mayor parte con la abuela que vivía en “la casa de abajo”. Comía y dependía de las órdenes y cuidados de esa abuela. Incluso, cuando mis padres estaban, bajaba todas las tardes a mirar la novela con ella mientras tomábamos mates bien dulces de té con limón.

A los 16 años me mudé a la piecita que estaba en el patio de “la casa de abajo”, desde donde tenía acceso y salida casi sin restricciones. Sólo debía cuidarme del sueño liviano y el oído degato de esa abuela. En esa casa todo era austero y sacrificado. El dinero era siempre un tema. No había plata para regalos ni tiempo para mucho paseo. Allí el mensaje recurrente era no meterse con nadie, ser respetuoso y honrado. Y siempre mejor quedarse callado y no pelear con nadie… Lo que muchas veces se traducía en permanecer impávido ante injusticas de cualquier tipo.

Era ama de casa con una obsesión hasta lo enfermizo por el orden y la limpieza; presa de una rutina irrompible de ritos y horarios para cada cosa y cada actividad del día a día. Su vocación, su propósito parecía el de servir y estar para los demás.

Después estaba la mamá de papá.

Pasaba fines de semanas enteros, incluso todas mis vacaciones de invierno y buena parte del verano en la casa de mi abuela paterna. Ahí yo era el hijo de un Rey: zapatillas, ropa, juguetes, coca cola y papas fritas. Tenía videocable cuando pocos, y podía dormir con aire acondicionado hasta la hora que quisiera. Ahí tenía a disposición mucho de lo que en mi casa – y en “la casa de abajo”- no tenía. Sin tantos horarios ni rutinas. No había grandes lujos, tampoco quejas por cuestiones de dinero.

Mi abuela paterna decía que yo era su bastón, su andador, su regalón y su preferido (y no lo disimulaba para nada con el resto de los nietos). La vieja estaba operada de las dos caderas, caminaba balanceando sus anchísimas ancas a paso ligero como si fuera un enano de circo en pleno acto. Se aferraba a mi brazo y salíamos de giras. Volvía a casa vestido de pies a cabeza, empachado y malcriado… y con ideas raras… aprendiendo “barbaridades” que después
repetía… por las que después me retaban en casa.

Mi abuela paterna era una jubilada docente reconocida entre sus pares -incluso un aula de una escuela primaria tiene su nombre. Pero esa abuela, huérfana de madre, criada por tías solteronas, en un hogar mediano, hija de un padre desamorado y muy ausente, tenía aires de aristócrata. Despreciaba al morocho, al pobrerío; y odiaba -como a nada en el mundo- a los peronistas. Evocaba su indignación inconsolable ante la consigna “¡Alpargatas sí, libros no!

Repartía insultos a diestra y siniestra contra Perón y Evita aunque el motivo de la puteada fuera por quemarse con agua caliente (“para el té porque mates es de negros”) o golpearse el dedo del pie contra la pata de la mesa. Solía rematar sus vociferadas con un “… y peronista por lo negro de mierda tendrás que ser”. Evocaba indignada y furiosa que en las escuelas primarias los niños aprendían a decir “Evita me ama” antes que “Mamá me ama”; que el “viejo
degenerado” – como lo llamaba a Perón- supo caminar sobre montañas de oro que después dilapidó en cosas para los vagos, brutos y haraganes. Esa abuela fue también autora de frases célebres que quedaron en la historia familiar como “es negrita, pero buena” en referencia a una de las tantas empleadas domésticas que tuvo. Cuando peleábamos yo solía cantarle bien fuerte la única parte de la marcha peronista que sabía para que me siguiera con su andar gracioso por toda la casa con su chancleta en mano o intentara seducirme con alguna promesa material para que deje de hacerlo.

Yo era muy muy feliz con mis dos abuelas. Disfrutaba el contraste de ambos hogares con toda inocencia e ingenuidad. Con la edad entendí cierta tensión que me parecía extraña e insondable entre ellas.

La revelación empezó la tarde que descubrí dos cuadros, uno de Evita y otro de Perón, escondidos en lo más recóndito de un enorme y multifuncional mueble que estaba en el comedor de “la casa de abajo”, la de mi abuela materna.

Esa abuela que ni por asomo encajaba en el estereotipo del “negro y vago peronista” que yo había aprendido con la otra. Mi abuela materna era de tez muy blanca y de ojos verdes. Pulcra, reservada, respetuosa. Nada que ver con la barbarie peroncha que yo tenía por entendida.

La vi ponerse colorada cuando le mostré el hallazgo; más que avergonzada se veía culposa y temerosa. Luego supe que su marido había estado preso por peronista y que después del golpe del ‘55 un peronista era algo indeseable y mala palabra. Pero ella no olvidaba y era agradecida de todas las posibilidades para una vida mejor que había tenido con los distintos gobiernos peronistas (“De Perón y Evita”, aclaraba): El trabajo en el ferrocarril para el abuelo,
el crédito para construir “la casa de abajo”, la jubilación de ama de casa y un PAMI que le dio una vejez digna y contenida. Nacida y criada en el campo, sexta en una familia de 11 hermanos, pobres muy pobres, con apenas la primaria terminada… no olvidaba las únicas manos que la habían tenido en cuenta.

Así que la grieta estaba latente en cada cuestión familiar, en cada reunión, sólo que vi las señales mucho tiempo después. Podía percibir resquemores, pero no entendía.

El silencio casi sumiso, fingir hacer oídos sordos, agachar la cabeza con la sangre en el ojo por parte de una abuela respecto de la otra hizo que la bomba nunca explotara.

Mi abuela paterna murió con la suya. Pero a lo último ya era graciosa. Un personaje risueño al que mis primos y yo le buscábamos la boca para reírnos un rato. Ella también se divertía cuando tomaba cierta conciencia de las cosas que decía. Cuando murió, me dejó una sensación de aspereza: ¿Cómo podía ser que esa persona tan afectuosa tuviera todo ese veneno y pudiera actuar con tanto desprecio? Esa abuela que hacía de mi infancia un sueño, que era
capaz de darme tanto amor y hacerme tan feliz.

Mi abuela materna la sobrevivió muchos años más. La pude ver recuperar el orgullo herido de ser entusiasta de un movimiento que cambió -para bien y para siempre- la existencia de tanta gente postergada. La vi espléndida hasta sus últimos días, sonriendo y con su corazón en un puño apretado, alentando por Cristina cada vez que la veía en la televisión.

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