Miraba por el canal El Once a una dirigente rural y a un productor tambero de Crespo que habían participado de una convocatoria “en defensa de la República” que se hizo en esa localidad del oeste entrerriano. En la entrevista ambos esgrimieron fervorosas, aunque poco argumentadas, defensas de la meritocracia. El productor se preguntaba cómo en un país rico como este “que tirás una semilla y crece una planta” proliferaban los basureros al costado de las vías en lugar de las huertas familiares y las pequeñas granjas.
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Conozco al Intocable hace unos quince años. Pero poco sabía de él más allá de los límites del gimnasio de box donde lo conocí. Yo estaba en el mejor momento de mi accidentada relación con el deporte. Entrenaba con la idea de hacer alguna campaña en el boxeo amateur. Sacarme la intriga. Saber un poco de qué está hecho uno y experimentar con la droga más explosiva de todas: la adrenalina.
Así que entrenaba como nunca antes -y nunca después- en la vida.
Una tarde su silueta gordinflona se dibujó en el umbral del galpón donde practicábamos. Era chueco de rodillas para adentro, estatura media, cabeza grande, hombros caídos, cara de buenazo. Tendría poco más de 20 años entonces. Avanzaba a paso tranquilo, con ambas manos en los bolsillos de la campera, balanceándose como un cantante de reggae.
El viejo del gimnasio lo puso a mover un par de días en la bolsa y al tercero lo subió al ring. Yo no lo tomé demasiado en serio. Pensé en tirarle despacio algunos jabs como para que fuera perdiendo el miedo al golpe. Las buenas intenciones duraron 3 minutos. El gordito era escurridizo y no había podido tocarlo ni una vez. Los rounds siguientes fueron con lo que tenía. Erré golpes como si quisiera matar moscas a las trompadas. Era frustrante. Se movía en una baldosa: un paso para atrás, un paso al costado, rotaba el cuerpo, barría y bloqueaba los golpes con brazos y hombros, hacía cintura o media cintura y escapaba. Nunca cerraba los ojos.
Y nunca había estado en un gimnasio de box antes.
Esperé con mucha ansiedad su pelea debut. Ya lo habíamos bautizado “El Intocable”. Era un talentoso, un diamante que luchaba contra su figura antideportiva, su tendencia a la obesidad y su seno violento, marginal… lo último lo supe hace muy poco.
Las vivencias del intocable era tan indescifrables como su estilo de boxeador. Siempre amable, parsimonioso, con una expresión feliz pintada en la cara. Habilidoso y autodidacta. Un tipo muy lúcido e inteligente con quién se podía hablar de muchas cosas. El “buen prejuicio” nos había hecho ignorar e inimaginar por completo su vida fuera del ámbito del boxeo. Era de los mejores compañeros, pero siempre andaba solo y nosotros parecíamos su única familia.
Me di cuenta que no sabía demasiado del Intocable hasta un asado que hicimos entre los veteranos. Una de esas reuniones que nos debíamos, en las que nadie es muy amigo de nadie, pero que, sin embargo, se genera un clima de empatía que, sumado a los vahos del vino, lleva a charlas confidentes y desestructuradas.
Nosotros hablábamos de Hostal, Costa, La Base, Garage, peleas y amoríos, personajes de aquellos tiempos que deambulaban por la mitad colorida, iluminada y custodiada de la ciudad. Contábamos historias risueñas de chicos del centro y aledaños. El Intocable mantenía una mueca de sonrisa y miraba con mirada reflexiva el vaso de vino.
- ¿Y vos, che?
- No. Nosotros quedábamos allá, en el barrio nomas. Nunca veníamos para este lado.
El Intocable nunca llegó a conocer los bares y boliches que mencionábamos. Quedaba con los pibes en el barrio o no muy lejos de ahí, a los tiros y jalando bolsa, tomando pastis, pepa, pala y faso. Ahora casi todos sus viejos amigos están presos, limados o muertos.
Y contó que aquella vez había llegado al gimnasio para salvarse la vida.
El intocable tuvo una brillante campaña amateur. Su estilo no sólo entusiasmaba a la tribuna sino que también era un ídolo para los compañeros del box. Esquivando golpes y haciendo quedar en ridículo a rivales doble pechuga que le sacaban al menos una cabeza de altura y 15 centímetros de alcance de brazos. Tal vez pudo haber dado más, pero llegó el amor, la familia y tuvo que resignar horas de entrenamiento por horas de trabajo. Cada vez que volvía al gimnasio lo hacía con 15 ó 20 kilos de más. Su tendencia al sobrepeso fue siempre su rival más duro.
Cuando pienso sobre la meritocracia se me presenta la linda fábula del humilde que a base de estudio, trabajo y sacrificio llega a una mejor posición social, pero no el ser humano que se crio en el pozo donde a veces con suerte el Estado y la caridad llegan. En las personas que crecen entre las sombras de las sombras, los indeseables, los que encajan perfecto en el molde de “las generaciones perdidas”.
En esos contextos la meritocracia es una fantasía. Un verso perverso y cruel. De allí sólo escapan los tocados por la varita mágica o por algún que otro infrecuente milagro.
El Intocable, tocado por la varita, soñó con el milagro de otra vida. El día que cruzó por la puerta del gimnasio la encontró.