¿Cuándo me di cuenta que me estaba poniendo viejo? Cuando empecé a notar que la gente a mi edad muere con frecuencia. Cada vez que paso por el almacén de la esquina y veo en Fabián a un hombre que se fue haciendo viejo detrás del mostrador. Cuando miro con atención a Carlitos, cada vez más pelado, pálido y papudo, más callado e irascible, con más plata que nunca, y veo a un hombre que nadie en el barrio podrá recordar en otro lugar que no sea sentado sobre la banqueta ubicada junto a la caja registradora; atento a sus cámaras de seguridad y al tele sujeto en la pared, casi sobre su cabeza, creyendo que no hace falta nada más para conocer el mundo.
Me pregunto si alguna vez se sentirán frustrados y abrumados por tormentosos pensamientos como: “¿Qué he hecho de mi vida? ¿Eran estos mis planes? ¿Debo acelerar para ganarle al tiempo y aprovechar la vitalidad que me queda? ¿Cómo hacer algo distinto a lo que hice toda mi vida, lo único que sé, lo único que conozco?
Cuando camino las calles del barrio y puedo ir marcando casas como casilleros en un crucigrama donde vivieron vecinos que alguna vez fueron parte del bullicio y ya no están. Cuando no puedo evitar la idea de que uno a uno nos iremos todos. Que llegará el día en el que nadie de esta generación va a quedar sobre la tierra…
¿Cuántas Concordia, cuántos barrios como el mío descansan hoy en los cementerios?
Los pibes me dicen “viejo” y, a veces, me tratan como tal (No podría esperar menos si para ellos Messi ya es un señor mayor). Mi madre insiste en que vaya al doctor una vez al año porque -según ella- tengo todos los números para morir como mi padre: joven y de manera fulminante de la noche a la mañana.
Siempre perseguí cosas que me alejaran de la mansedumbre. Por eso debe ser que siempre tuve más de un trabajo. Tal vez por eso siempre sumé al trajinar de lo ineludible esas “actividades sin importancia que no dan ganancias”, pero que dan satisfacciones como estas crónicas de realidades ficcionadas que escribo para los domingos.
Quizás también a ese pulso se debe la tendencia por el sí fácil hacia ciertas cosas que te suelen recomendar decir que no.
La crisis de la mediana edad… No sé si usted, lector, lo ha experimentado, puedo decir que se siente como angustia, como ansiedad, como parálisis. Como si Pepe Grillo se metiera sin invitación en la cabeza para taladrar sobre las cosas que siempre miramos de soslayo. Se siente como si todos esos miedos que parecían tan ajenos, tan lejanos, se volvieran realidad. Ahora, uno tiene preocupaciones tales como si podré jubilarme y con cuánto; si no estaré enfermo de algo que ignoro pero por las no me quiero enterar; si debería ir buscando una mejor obra social y empezar a pagar una parcela en el cementerio. Se siente como si todas la fichas fueran cayendo de a una y asaltan las culpas por el sufrimiento que el egoísmo de correr detrás de cada estrella fugaz pudo haber causado en otros.
- Ahora, tienes lo que al joven le falta y lo que el viejo necesita…
- ¿…?
Lo peor de todo es que uno no sabe cuánto le queda. La mitad de la vida es una manera de decir, un promedio, un pronóstico optimista… Entonces, ¿qué carajos hace uno con estas tribulaciones?
No quiero dejar de ser ola. Pero ahora tampoco romper, perderme en la arena, y nunca volver a ser mar.
Disculpen estimados lectores, es que siento que me pegó el “viejazo” y hoy no puedo ofrecerles más que mi propia confusión.