Por Fosforito
– Si vas a robar, roba a lo grande. Roba mucho, pero mucho, porque si no serás un simple ladrón y, del otro modo, un gran señor.
Fue una extrañeza cuando se lo escuchó decir de la boca del viejo Furia, como lo bautizamos entre nosotros. Un profesor que se podría calificar de intachable. Un ex periodista cansado del oficio -que había sido redactor, incluso jefe de redacción, en importantes medios gráficos- devenido en profesor de redacción periodística. Un sexagenario totalmente calvo que hablaba con elegancia y una fluidez pausada, como recitando. Un maestro también de la fina ironía, que difícilmente regalaba un elogio.
– Y usted, amigo entrerriano, ¿sabe qué está haciendo acá?
– Era la carrera más corta, profesor.
– Escríba una nota sobre eso. Volanta, título, copete y tres párrafos.
Furia caminaba con pasos delicados por los pasillos de la facultad, como si estuviera recorriendo el Palacio de Versalles, siempre con el pecho inflado y el mentón elevado. Como si el mundo todo fuera muy pequeño y ordinario para un tipo como él. Si bien era de estatura baja, piernas flacas y cintura periférica, su andar elegante y su mirada altanera me recordaba a esas imágenes que había visto por tele del dictador italiano Benito Mussolini.
El viejo Furia era de la escuela del periodismo clásico. Un manual de estilo andante. Sin dudas, si sigue vivo, estaría horrorizado con esta pérdida de decoro y modales en que ha decantado el periodismo escrito en la era de la Internet. En sus buenos tiempos, lo escrito, escrito estaba. Era papel palpable, físico, materia. Y no había peor vergüenza que una fe de erratas o una nota de rectificación.
Así, casi pintado como el Duce, el viejo Furia fue el primero que me abrió los ojos a la hipocresía del mundo, su doble moral, y me enseñó la fuerza de la palabra escrita. La que queda para siempre. La que hace historia del presente.
Era la última clase del último año de la carrera, el viejo Furia entró callado al aula -como siempre- y señaló una silla, de inmediato preguntó qué era ese objeto, las respuestas fueron obvias. Después preguntó para qué servía y, si bien hubo algunas que variaban (para sentarse, para pararse y cambiar un foco o subir el pie para atarse los cordones de las zapatillas) también fueron bastante obvias.
Entonces el viejo Furia, pareciendo querer hacer honor a su nombre, tomó con arrebato una silla, la levantó sobre su cabeza y amagó a romperle la “crisma” al flaco que estaba sentado en uno de los bancos de la primera fila…
Ante la consternación generalizada, los ojos desorbitados del flaco que seguía escondido detrás de sus manos, las risitas cumplidas o nerviosas, Furia se sentó y dijo:
– Podrían elegir sentarse en la silla, ofrecerla con amabilidad a una visita que llega cansada, o podrían usarla para romperle la cabeza a alguien. Pero, en cualquier caso, sigue siendo una silla. Lo que decidan hacer con ella solo depende de ustedes.
Fue su última lección.
“Averiguaciones por pagos indebidos y sobornos al Estado” es una de las derivaciones en la causa por “las fotocopias de los cuadernos”, tema que centralizó durante meses las tapas en los medios hegemónicos. Los empresarios del grupo Techint, -Paolo Rocca, Luis Betnaza y Héctor Zabaleta- que confesaron haber pagado coimas, fueron eximidos porque el magistrado, Julián Ercolini, que suplanta al extinto Bonadío, aceptó la versión dada por el poder económico de que lo hicieron en “un caso de extrema necesidad”. El juez considero que “habría mediado una causal de justificación”. El martillo cayó sobre el diezmado coimero, el ex secretario de Planificación Federal, Roberto Baratta -mano derecha del ex ministro Julio de Vido-.
Así es que, en el mismo acto y con la misma lapicera, el corrompido resultó culpable y los que corrompen inocentes. Se libró de culpa y cargo a quienes pusieron la plata de la coima. Esa noticia salió chiquita, de soslayo, casi escondida, desapercibida.
La palabra, como la Justica o la silla, es lo que algunos decidan hacer con ella.