La Revolución de Mayo de 1810, ¿una verdadera revolución? (Parte 1)

Hacia 1789, Francia había perdido su antiguo esplendor imperial. A lo largo del siglo XVIII, se vio envuelta en una serie de guerras desastrosas, que resultaron en la pérdida de sus colonias de ultramar y el agotamiento de sus recursos financieros. La precaria situación económica empeoró con las malas cosechas. Los ministros de finanzas se sucedían sin encontrar una solución, mientras que la injusticia era moneda corriente. El régimen se basaba en los privilegios de la nobleza y el clero, y la arbitrariedad prevalecía. Una simple orden real bastaba para desterrar o encarcelar a alguien de por vida. La mayoría de la población, que producía la riqueza, estaba condenada a la pobreza por el sistema, mientras que el rey y la nobleza ostentaban un lujo y un derroche desmedidos. A partir de 1774, reinó Luis XVI, cuyas habilidades para gobernar estaban muy por debajo de lo necesario. 

Tras muchas presiones, Luis XVI convocó a los Estados Generales para una Asamblea que se reunió el 5 de mayo de 1789. Cuando se intentó expulsar al Tercer Estado de la Asamblea, estos se separaron y juraron no separarse hasta que se dictara una nueva Constitución. Al principio, Luis XVI pareció aceptar esta situación, pero en realidad intentaba ganar tiempo para dar un golpe de fuerza. Sin embargo, el complot aristocrático y los movimientos de tropas alarmaron al pueblo de París, que salió a la calle (¡similar a nosotros, los revolucionarios de la saliva!). 

El 14 de julio de 1789, tomaron la prisión de la Bastilla, donde, además de prisioneros, se almacenaba la pólvora de las fuerzas de la capital. 

El rey se vio obligado a aceptar la nueva situación y la Asamblea comenzó a implementar cambios importantes. El 4 de agosto se abolieron muchos de los privilegios feudales. Se derogaron los diezmos y los tributos que pagaban los campesinos, así como los privilegios de caza de los nobles. El 26 de agosto de 1789 se aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que afirmaba que todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Se estableció la implementación de la división de poderes (¡Teléfono Rosatti!) y se garantizó la propiedad, la seguridad, la resistencia a la opresión y la libertad política y religiosa. La Iglesia sufrió otro gran golpe con la nacionalización de sus bienes (¡Qué horror!) y la Constitución Civil del Clero, que obligaba a los obispos y sacerdotes a someterse a la autoridad del Estado.

En ese estado de agitación política, se desarrolló la Revolución Francesa, cuyos principios y decisiones políticas sirvieron de base para nuestros revolucionarios, considerando que las circunstancias estaban maduras para iniciar el movimiento emancipatorio.

Pero debemos preguntarnos cuál era el escenario de la sociedad colonial de esa época. En primer lugar, hay que recordar que esa sociedad, que se había desarrollado a través del contrabando y era producto de la imposición de jerarquías y el despojo de los habitantes originarios, no surgió de la nada, sino que fue el resultado de procesos históricos cuyo punto de origen fue uno de los períodos más violentos de la historia mundial: la conquista por parte de las potencias europeas de vastas extensiones de América, las costas africanas y parte de Asia, cuyas riquezas expoliadas sentaron las bases del desarrollo y un nuevo «modelo» mundial: el capitalismo. No podemos ignorar que la vida «colonial» mantenía esa «marca en el orillo», no solo como un pecado original, sino como un rasgo característico y vigente. Era una sociedad dividida principalmente entre los vencedores (los blancos de origen europeo) y los vencidos (todos los demás). Esta división racista se extendía a todos los aspectos de la vida cotidiana. La llamada «pureza de sangre» o «linaje», un concepto absurdo si los hay, importado de la España medieval, era un requisito para ser reconocido como vecino de una ciudad, especialmente en Buenos Aires. Es decir, para ser considerado un súbdito con derecho a participar en el Cabildo y aspirar a cualquier prerrogativa que se considerara un favor de la Corona.

Para comprender la idiosincrasia de los habitantes, es necesario reconocer que la mayoría de nosotros, los rioplatenses, tenemos una imagen un tanto distorsionada de lo que era un «criollo» en la época colonial. En nuestro imaginario, identificamos lo «criollo» con el «gaucho y su china», cuando en realidad esos habitantes rurales, en su gran mayoría, eran miembros de las llamadas «castas». El mérito de esta imagen se atribuye a los cambios que trajo consigo la Revolución de Mayo, que algunos historiadores aprovecharon en el siglo XIX y principios del siglo XX para crear el mito de una Argentina «criolla», culturalmente homogénea, en contraposición a la invasión masiva de inmigrantes «gringos», presentando la imagen del «gaucho noble» y obediente frente al inmigrante inmoral y con ideas extrañas. Esta imagen dificulta nuestra comprensión de que cuando hablamos de «criollos» en 1810, nos referimos a la «élite blanca», propietaria de tierras, negocios y esclavos, que obtenía privilegios como títulos académicos y puestos en la administración pública, y que compartía y disputaba las prerrogativas propias de la clase más privilegiada de la sociedad.

Es importante mencionar la fascinante figura de Sebastián Francisco Miranda Rodríguez al hablar de la Revolución de Mayo. Miranda tuvo participación en movimientos emancipatorios como la Revolución Francesa, la independencia de Estados Unidos, las guerras napoleónicas y el inicio de las luchas por la independencia en Hispanoamérica. Fue un hombre notablemente culto e ilustrado, que participaba de las ideas de la Ilustración y fue un autodidacta incansable. Dominaba seis idiomas y poseía una biblioteca con más de 6.000 volúmenes. Es el único americano cuyo nombre figura en el Arco de Triunfo de París, entre los generales victoriosos de la Gran Revolución. Simón Bolívar lo llamaba «venezolano universal» y Napoleón decía de él: «Ese Quijote no está loco». Fue un gran precursor de las independencias americanas. Miranda sostenía que la lucha emancipadora debía abarcar todo el continente americano, al que en sus escritos llamaba la Gran Colombia. En las páginas de «El Colombiano» y en sus cartas, Miranda insistía en la necesidad de que los criollos de élite crearan Juntas de Gobierno para asegurar una transición rápida hacia la independencia, evitando «conmociones sociales». Dos años más tarde, se produjo la caída de la Junta de Sevilla en 1810, lo que provocó la reacción de las élites criollas en América que Miranda había estado predicando.

 

Nota: En el segundo artículo entraremos de lleno en el desarrollo de la Revolución de Mayo y si fue o no una verdadera revolución.

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