La pandemia visibiliza a los más humildes de los más humildes. Comienza otra historia

Le pedí que me contara las razones de tanta angustia; suspiró, pensó un largo rato con su rostro contraído en una mueca que no le conocía y lentamente comenzó a hablar: “Son muchas personas, muchísimos compañeros que viven en el último cordón periurbano, ahí donde ya no hay caminos, donde no llega la luz ni la internet, donde los trabajadores sociales pasan pocas o ninguna vez al año. Pobladores ancestrales que viven en pequeños predios donde nacieron, donde nacieron también sus padres y abuelos, y los padres y abuelos de sus padres y abuelos, en una sucesión infinita hasta donde la memoria no llega. Pequeñas chacras de a lo sumo unas pocas hectáreas, que conocen hasta la última piedra, el último árbol, la última planta. De ella han aprendido a extraer su sustento, su vivienda conformada con los horcones del monte, los adobes y las cañas que obtienen allí mismo, los “vicios” como le llaman al tabaco del que siempre tienen unas pocas plantas y hojas secando. De la mandioca, la batata, de los huevos y las gallinas de pelajes surtidos que alborotan sus guardapatios, incluso alguna hasta la leche, si tiene la suerte de tener alguna vaca. y no mucho más; una vida donde lo que no se consigue no se necesita, por espíritu y resignación heredada.

¿Viste los huevos de campo que a veces te traigo? Sin esperar mi asentimiento continuó: Esos los produce Doña María, una mujer que alguna vez supo acompañarme en mis visitas a encuentros. Ella vive junto a una de sus hijas, la que se fue a Rosario a buscar un poco de futuro y luego de penar las miserias económicas y de las otras conque la civilización recibe a los desheredados se volvió a vivir con María buscando el rescoldo de su madre, resignada ya a no pedirle nada a la vida que no fuera amaneceres en un cielo sin agresiones.

María vivía en una chacrita heredada de sus mayores, medio laguna, medio cañadón, medio estero, en un bendito armado en un albardón, entre unos mangos, timbó, un naranjo y un palto, que le prodigaban una sombra protectora que dignifica hasta el más humilde de los ranchos. El tamaño de su chacra nunca lo supo, ¿serían unas 15 hectáreas quizás? vaya a saber, nunca hubo un agrimensor, hasta hace poco, que uno las vino a medir. Después el capataz de un campo vecino, por encargo de su patrón, Don Toto, vos sabes quien es, ellos se han hecho los dueños de medio San Luís del Palmar, apareció a decirle que esos campos eran de él. Ella le aclaró que estaba equivocado, que ella había nacido allí, donde nacieron también sus padres y abuelos, y los padres y abuelos de sus padres y abuelos, en una sucesión infinita hasta donde la memoria no llega. ¿Pero Usted tiene algún papel doña? le preguntó con autoridad el jinete. Ella le aclaró que no, que nunca lo había tenido ni lo había necesitado. Entonces el capataz le informó que esas tierras habían sido escrituradas por su patrón, que era el dueño legal y que como era un buen hombre le daba permiso a ella para que siguiera viviendo en su rancho. Doña María mucho no entendió, pero unos días después vinieron unos alambradores y con unos postes largos de itín le cercaron el patio con un alambrado de siete hilos y uno de púa. Y que desde entonces ya no puede ir al estero a sacar paja para remendar su techo ni puede tener más la vaca mora guampuda de la que sacaba leche porque el guardapatio no dá. Que se la vendió al carnicero, pero que ella no pudo ir a buscar carne de la mora porque hubiera sido como comerse una hermana.

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El silencio fue largo, no miré su rostro porque lo sabía regado con lágrimas, cuando recuperó el aliento solo pudo decirme: y son muchos los que están en esa situación, muchísimos más de los que nadie sabe.

También sé que de ahora en adelanta el mundo no será el mismo, a la mesa han llegado los más humildes de los más humildes y ya nadie se podrá hacer el distraído.

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