La memoria del horror y la dignidad

Como esos tragos amargos que la historia propone, había que sostener el deplorable gobierno de Isabel, como la soga al ahorcado. Los que no se engañaban, eran los grupos económicos que mientras saboteaban los últimos atisbos democráticos del gobierno constitucional, se preparaban para ayudar al genocidio, alentando la represión, actuando posteriormente como delatores de los delegados de fábrica, accediendo a la instalación de centros de detención en las propias instalaciones fabriles como en la Ford, Mercedes Benz y el Ingenio Ledesma entre otros. Esos grupos se enriquecerían luego con la patria contratista, dejando anémico al Estado, y luego se quedarían con sus restos cuando fue desguazado. El proyecto criminal tenia básicamente un basamento económico y como objetivo una reestructuración profunda de la sociedad. Había que aniquilar toda resistencia política y trasmitir y propagar el terror. El miedo pasó a ser un compañero cotidiano.

El horror no tuvo límites. El infierno adquirió nacionalidad argentina. Mujeres embarazadas, adolescentes, niños, bebes, nadie quedaba excluido de asesinos vesánicos como Suárez Mason, Menéndez, Bussi, Acosta, Verplatsen, Camps, Chamorro entre tantos otros, en cumplimiento de un plan criminal orquestado por las Fuerzas Armadas representadas por Videla, Massera y Agosti. Torturas, violaciones, secuestros, prisioneros arrojados desde aviones al río o al mar, reparto de bebes y apropiación de los bienes de los desaparecidos como botín de una presunta guerra. Una historia de ignominia en la sociedad más culta de América Latina. Como en Europa bajo el nazismo, Dachau, Auschwitz, Bergen Belsen, o Treblinka en Argentina se llaman La Esma, El Olimpo, La Perla, o El Vesubio, apenas cuatro de los más de trescientos cincuenta campos de concentración distribuidos sobre una geografía ensangrentada.

Todo esto con el pretexto de exterminar un terrorismo agonizante y aislado políticamente Veintidós años más tarde esta afirmación fue compartida por Wayne Smith agregado de la Embajada Norteamericana en nuestro país en aquellos años, quien sostuvo: “La embajada jamás considero que había una gran amenaza terrorista.

Los militares argentinos eran quienes pensaban que estaban librando la primera batalla de la tercera guerra mundial. Para mí eso siempre fue una tontería”.

Había infames que cometían asesinatos en nombre del Estado, y miserables que pegaban calcomanías con aquel slogan tristemente inolvidable “los argentinos somos derechos y humanos”. Un intento de economía de mercado y apertura económica basado en la tracción a sangre generosamente derramada, que lamentablemente tendría su continuidad en democracia con sucesivos gobiernos que siguieron levantando los dogmas neoliberales, continuidad ideológica de Martínez de Hoz.

El dólar barato, traducido en el “deme dos”, era un anestésico que acentuaba la ceguera.

Si fuera necesario rescatar una imagen paradigmática de la crueldad sin límites de aquella época de locura habría que recordar a una joven embarazada, con sus ojos vendados, sus manos engrilladas, sus piernas atadas a la cama, debatiéndose entre el miedo y la incertidumbre, mientras se retuerce entre los dolores del parto, consciente que el nacimiento de su hijo coincidía con su sentencia de muerte. La duda de la joven madre, si su hijo sería criado por sus asesinos, después de haberlo tomado como botín de guerra.

El horror sin límites ni parangón, de matar y apropiarse de la descendencia. En esa noche sin estrellas, en la profundidad de la oscuridad, unas mujeres sin historia pública, sólo armadas con el coraje de la desesperación, relegaron sus tareas domésticas y se precipitaron hacia la Plaza de Mayo, que desde entonces y para siempre le dio ubicación geográfica a su dolor y a sus esperanzas. Esas mujeres, caminando en círculos, gastando las suelas y el alma, arrastrando las piernas cansadas de golpear puertas sumidas en la indiferencia, perforaron la coraza de un poder amurallado y todopoderoso, al tiempo que protagonizaban una de las gestas civiles más notables del siglo pasado, portando como único título su condición de Madres y Abuelas y la legitimidad moral de sus reclamos. En sus pañuelos blancos está presente la dignidad de la resistencia. Una lección en medio de la muerte. Sin venganzas. Sin justicia por mano propia. Con la vida como estandarte. Y la memoria como enseñanza.

Es imprescindible seguir avanzando en el enjuiciamiento de los instigadores civiles y denunciar todo lo que incorporó la dictadura criminal a nuestra cultura diaria. La mano dura, el desprecio hacia el otro, la discriminación, el miedo, la peregrina aseveración que defender la aplicación de la justicia para el que delinque es estar a favor de los delincuentes, la idea que los problemas sociales y de seguridad se los combate exclusivamente con el endurecimiento de las penas del código penal y más policías, el denuesto de la protesta, el privilegiar al consumidor sobre el ciudadano elevado a la condición de vecino. La concepción que el derrotado en el mercado es alguien que merece su suerte y debe ser abandonado como exteriorización de su fracaso. El haber dejado como Caballo de Troya la deuda externa y los planes económicos de devastación y hambre, que vaciaron la democracia y pulverizaron las representaciones políticas.
Hay disvalores del 24 de marzo conviviendo después de 37 años de democracia. Extirpar sus concepciones es una forma inteligente de evitar que la tragedia se repita. Como dice el escritor checo Milán Kundera: “La lucha del hombre contra el poder, es la lucha de la memoria contra el olvido”

Noche y niebla. 24 de marzo. “NUNCA MÁS”.

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