Esa larga noche ensombreció mi vida entre los 6 y los 13 años. Tal vez por eso tengo escasos recuerdos de lo vivido en ese período. O tal vez precisamente la represión, el silencio forzado, la desconexión asociativa de las experiencias, engendró ese desierto de sentidos que rememorar, ese vacío de recuerdos.
Como no se podía hablar, y menos a los niños, los acontecimientos se colaban en los climas, se insertan en los cuerpos, en los pequeños sucesos, en la rarificación de las emociones, que no eran extrañas en ese momento, sino que lo fueron a posteriori. Eso sí, los que fuimos niños en esa época, comprendimos retrospectivamente, re-significando, poco a poco y por momentos, brutalmente, los acontecimientos atroces de la Dictadura. En ese momento, todo era natural, porque los autoritarismos intentan, precisamente, transmitir un orden único, que es el suyo, abolir la posibilidad de pensar desde diferentes puntos de vista, de interrogar la realidad, es decir, de pensar. O imponer la idea de que lo que escapa a ese pensamiento único, es subversivo, es decir, peligroso, enfermo, anormal, pecaminoso. El sexo era sucio, los profesores inmaculados, preguntar era un atrevimiento, estudiar de memoria una imposición y un sistema de incorporación acrítico (¿lo sigue siendo?), la obediencia una virtud, la historia una sucesión de sucesos sucedidos sucesivamente a través del tiempo, con una sola versión, la del profesor y los manuales, las transgresiones perseguidas y castigadas y los cuerpos, como matambres, arrollados.
En la escuela secundaria, el pelo no tenía que tocar el cuello de la camisa, el último botón debía estar bien prendido, como una daga en la garganta, y allí debidamente anudada, como una soga asfixiante, eso que denominaban corbata. El director vigilaba obsesivamente que estos detalles se ejecutaran perfectamente, sino sus dedos dibujaban amenazantes tijeras en el aire, o directamente no nos dejaba ingresar.
Una réplica de panóptico era el placero que vigilaba que los que hacían de novio no se acercaran demasiado peligrosamente. Que los chicos no jugáramos ni sacáramos, de vez en cuando, una flor, actos que perseguía con especial virulencia y ferocidad. Nosotros nos reíamos del sabueso, en ese momento, no éramos conscientes de su rol de censor del juego, del amor, del placer.
Tampoco teníamos idea que ese aparato ideológico represivo, encarnado en los directores de escuelas, los maestros, ligas de madres de familias, la iglesia, los medios de comunicación y los policías del goce, perseguía la aniquilación de nuestra inteligencia, de nuestro pensamiento, de toda huella de creatividad e imaginación, la abolición de cualquier resquicio de placer, de seguridad, de rebeldía, de libertad…
Lo supimos después, desde nuestro cuerpo, nuestros prejuicios, nuestros hábitos autoritarios, nuestros miedos, desde nuestra indiferencia e individualismo, inscripción en la carne de una cultura represiva, que tuvimos que deconstruir poco a poco. Fuimos aprendiendo, enterándonos, de a poco a veces y de un golpe otras, de la realidad brutal de los secuestros, las torturas y las desapariciones.
Nosotros, los pibes, lo supimos después, los adultos sí lo sospechaban, pero no lo decían, por terror, por indiferencia, por complicidad.
En mi caso el descubrimiento del horror, se dio por oleadas. Primero Malvinas, yo tenía 11 años y por primera vez asomaba una desconfianza tímida. Verla a mi vieja llorar con la radio en la mano, escuchando los comunicados, hasta el último, la derrota, el engaño, la mentira atroz, la complicidad, la bronca, el dolor, la impotencia. Fue la primera vez que la vi putear contra la Dictadura, llorando, desesperada. Hijos de puta, mandaron a la muerte a chicos inocentes, jovencitos, sin preparación, los obligaron a una guerra que siempre se supo perdida, salvo, a veces, en la mente alucinada por el alcohol de los “Comandantes”. Esa tragedia fue el último empujón para la recuperación de la democracia. El coraje sin límites, la lucha y la resistencia de las Madres, las “locas” como lo llamaban los asesinos y los “argentinos derechos y humanos”, había logrado el resto.
La democracia reveló, con la caída de los últimos velos de la realidad, un universo asombroso. Como los prisioneros de la caverna de platón, los chicos de mi edad, empezábamos a mirar de frente ese sol de la verdad que encandilaba nuestros ojos, vendados y plagados de ocultamientos. Así, igual, de a poco, porque se empezaba a hablar en la tele, porque las Madres adquirían una centralidad ética y política que había sido distorsionada por la censura, porque se empezó a hablar en casa, algo en la escuela, siempre amordazada, y definitivamente en la facultad que comenzaba a transitar ya con la democracia, allí, donde los hechos, insistían con crudeza, sin mordazas ni capuchas .Toda esa realidad que se colaba por todos lados, emergió también de la tierra, como un fruto invencible, como un grito exasperado y pesaroso. En la superficie suplicante, manos y solapas, letras polvorientas y cuerpos chamuscados, se ofrecían en el patio de tierra, en el fondo florecido de mi hogar. Como viejos submarinos hundidos a cañonazos, esos libros naufragados en el humus que pedían, desesperados, un rescate. Expresaban pudorosos y quemados, un mundo, universos múltiples, senderos subterráneos donde viajaba, como un topo, la verdad, la imagen transparente de los acontecimientos.
Los libros como símbolo y expresión de los ideales de una generación, que soñaba con cambiar el mundo, también perseguidos, enterrados y desaparecidos como aquellos que militaban utopías y sueños. Asomaban como testigos de la mutilación de un fragmento escondido de mi historia personal y familiar. Cerquita, también en mi casa, porque mi ciudad es como mi hogar ampliado, vecinos, hermanos, padecían el exterminio y la desaparición, para congoja infinita de sus familiares y amigos.
Hoy que, como siempre, las amenazas de los que reivindican el horror están latentes, es imprescindible la transmisión generacional de la memoria y la verdad de los hechos. Entendiendo con claridad la modalidad con que cada generación, sobre todo los jóvenes, inscriben la verdad en cada momento histórico, sobre todo en esta coyuntura negacionista, atestada de discursos fascistas que pueden confundirlos, donde los slogans de las redes reemplazan la investigación sesuda y la discusión fundada en los ámbitos escolares. Especialmente cuando figurones políticos y empresariales, decididamente antidemocráticos y que fueron cómplices de la Dictadura, reniegan (en el sentido más rigurosamente psicoanalítico de la desmentida, como mecanismo que produce la perversión, de negar una realidad percibida) del Terrorismo de Estado, los secuestros, las torturas, el robo y sustracción de la identidad de los bebés, las desapariciones (discutiendo con sadismo su número), llamando impunemente “curro” a la defensa de los derechos humanos.
Esa apología del genocidio no hubiera sido tan sencilla en la patria de las “razas superiores” que tanto admira, donde en el marco de la defensa de la verdad histórica del Genocidio nazi, hubiesen sido sancionadas con ejemplar severidad. Como dijo Estela Solaga, en el conmovedor discurso de los familiares, en la plaza Urquiza del 24, con los negacionistas nos separan diferencias de orden básicamente humano, ético, no político.
Por lo mencionado, creo que es necesario un esfuerzo en la profundización de la transmisión de la verdad, para que los jóvenes comprendan, a través del diálogo, la interacción y de una honda reflexión, estimulando el despliegue de sus preguntas, de sus dudas, de sus críticas, dando respuesta a las mismas, en la discusión de la verdad histórica, que personas de acá nomás, del barrio, del pueblo, que habitaron como nosotros los espacios íntimos, conocidos, acostumbrados, fueron desaparecidos por esa Dictadura que impuso, aniquilando toda oposición, toda resistencia, un modelo económico que favoreció a los sectores concentrados del capital y las finanzas, y condenó al hambre y la miseria a los trabajadores de nuestro pueblo. Ese mundo aún vigente, injusto, desigual, egoísta, inhumano es el que querían cambiar por una sociedad justa para todos, las víctimas de la Dictadura, los detenidos y desaparecidos. Ese que, basado en la explotación del hombre por el hombre y la concentración de la riqueza que lleva al hambre, la miseria, la violencia y la marginalidad a millones de personas, ese que los jóvenes aún padecen, con el que se resienten y se frustran, siendo así víctimas de todo tipo de distorsiones y manipulaciones. Es importante que los jóvenes, que pueden extraviarse con cantos de sirenas fascistas que avivan sus disconformidades, frustraciones y resentimientos, puedan conocer el pensamiento y los ideales por los que militaban los desaparecidos, para enfrentar con sus herramientas, los problemas de un mundo que sigue siendo tan injusto e inaceptable como entonces.
(*)Psicólogo. MP243