La función materna consiste en darle a un niñe lugar en su amor, en alojarlo en su deseo. En querer que viva, crezca, se desarrolle y sea feliz. En brindarle los cuidados afectivos básicos al identificare con sus necesidades y, simultáneamente, percibirlo como un ser independiente, diferenciado.
La madre es el espejo en el que se mira el bebé y el niño. De sus vicisitudes dependerá la incorporación del sentimiento de autoestima, de seguridad, de confianza en sí mismo.
La mirada materna es la matriz de la construcción del amor propio. Si es amorosa, el niño construirá una representación valiosa de sí mismo y de su mundo. Y se sentirá despreciable si rechazo es lo que ve en sus ojos. La maternidad no es un instinto humano, sino una construcción histórico- cultural. Ese lugar, esa función, es esencial en la constitución de la subjetividad. En la creación de objetos transicionales que posibiliten la separación y el comienzo de la autonomía, esa ropita de la mamá que contiene su olor y su recuerdo. De espacios transicionales en los que mamá va creando un mundo simbólico, dando significación, para ese bebé, a la realidad. Incorporando al niño al mundo del lenguaje y la cultura. Enseñando el universo de lo lúdico, del juego, del sentido.
Es curioso, pero la pedagogía institucional suele abandonar aquellos condimentos básicos del aprendizaje, aquellos que ocurren en ese vínculo madre-hijo: El juego y el amor. El niño construye sus aprendizajes más significativos e importantes dentro de ese escenario lúdico y amoroso que ella propone. Aprende a comer, sonreír, a hablar, caminar, a vincularse con ternura y empatía, a no ser cruel etc., jugando.
En estas épocas se ha disociado tanto el juego del aprendizaje que la actividad lúdica se considera una pérdida de tiempo, casi un vicio. Se “reta y castiga” a los chicos porque se distraen jugando y no hacen las tareas. O se le da un celular para que “juegue”. Un sistema que apuesta al desapego y al individualismo atenta también contra este vínculo maravillosamente esencial en el proceso de humanización. Lo desarrolla Kempf cuando analiza la evolución del coche-cuna a los cochecitos: aquellos colocan al niño “de forma que mire hacia él, o la piloto del artefacto, es decir en un contacto visual que le garantiza una relación fuerte con un entorno conocido. En el cochecito, al contrario, el niño está orientado hacia el vasto mundo, dirigido, sin saberlo, por una fuerza invisible y obligado a confrontar el conjunto de las innumerables emociones que brotan sin parar de una calle citadina, sobre todo cuando se está separada de ella por escasos centímetros”. “En el coche cuna una persona protegida y en relación, en el cochecito un individuo lanzado a un mundo desconocido. La victoria más grande del capitalismo…no es haber abierto el mercado mundial, ni haber hecho estallar las desigualdades, ni haber relanzado la carrera tecnológica mediante la digitalización generalizada; es haber transformado la conciencia pública, convenciéndola de dar al individuo una posición desmesurada con respecto a las relaciones humanas”(1).
Es que en ese nido, en esa cálida relación que un culto al individuo lastima, aprendemos el deseo, el amor, la ternura, la solidaridad, aprendemos todo lo que somos. Aprendemos todo de ese vínculo extraordinario que toda la vida intentamos recuperar, lo aprendemos como aquel refugio nostálgico e inexpugnable, donde alguna vez y para siempre fuimos incondicionalmente, amados.
Feliz día a esos maravillosos seres.
(1) Hervé Kempf “Para salvar el planeta, salir del capitalismo”
(*)Psicólogo. MP243