Estoy hace dos horas sentado frente a la computadora tratando de escribir. Sin rumbo cierto, como siempre, pero ahora completamente bloqueado. Sin cigarrillos, sin bebida, sin ideas. Estoy en la habitación de un pequeño y pintoresco hotel en un deprimente pueblito correntino. El hotelito no tiene conserjería, pero tiene un sereno que me indica que al único lugar que puedo recurrir es a la estación de servicios. No puedo salir. No puedo moverme. Estoy clavado frente al monitor con la mente y la hoja en blancos. Recostado en una silla incómoda con la cabeza hacia atrás. Del techo cuelga una luz blanca que me hace doler los ojos. No puedo pensar con claridad, no puedo enfocar nada. Tengo la sensación que ya he dicho suficiente, que ahora en adelante sólo puedo repetirme.
Tengo necesidad de que estos tiempos pasen. No sólo por una cuestión económica o ideológica. También por una necesidad creativa se podría decir… frotarme los ojos, sacudirme los pelos y las pelusas, mojarme la cara. Levantar la persiana para que entre el sol. Abrir las ventanas.
Salir de esta realidad asfixiante, virulenta, psicótica.
Ansioso esperando lo que está al caer. Con la ilusión de que lo que viene no puede ser peor al maltrato psicológico, moral y económico de este experimento neoliberal.
Cierro los ojos y veo el esfuerzo de tanta gente por sobrevivir el día a día. Gente que termina frustrada porque después de un largo día en la zaranda no queda nada. Gente que hace largas colas para negociar pagar en cuotas los servicios básicos, para cumplir con los impuestos, para conseguir un plato de comida gratis, el descuento en un remedio, el fideo de oferta. Revisando la basura, pidiendo limosna. Todos buscando con desesperación el mango.
Lo que viene tiene que ser indefectiblemente mejor que la mentira diaria descarada, mejor que la indolencia y el desprecio que reparten estos gobernantes de manual de autoayuda, mejor que esta derecha yuppie con olor a naftalina que se presentó como novedad. Nenes de la city que apuestan la económica del país con la frialdad y la audacia de los jugadores de ruleta, capaces de poner todo patas para arriba y sacar del mapa a millones.
La esperanza puede ser un sentimiento terrible. Quisiera ponerme cínico, recostarme en el frío confort del escepticismo, pero no puedo. Yo también estoy ilusionado a pesar del futuro aciago que se avecina: el venidero gobierno deberá pilotear entre una deuda asfixiante y una situación humana apremiante. Un tejido social con las reservas económicas y la paciencia agotadas… Y ellos seguirán estando ahí: Clarín y sus aliados, “La Embajada”, los bancos y empresarios de dudosa catadura moral, los monjes negros, el resto del círculo rojo y el orden mundial.
Ellos estarán ahí para jugar con la desesperación y la ilusión de las mayorías. Metiendo la cuña en cada hendija que pueda aparecer en un frente tan amplio como heterogéneo. Siempre trabajando para sus intereses privados que -reñidos o no con los intereses del Pueblo Nación- siempre serán prioritarios.
Mi disparatada esperanza radica en que hemos conocido la cara del cuco. Sabemos quiénes son, cómo proceden, qué piensan, cómo nos ven y qué planes tienen para los que estamos en los escalones de más abajo. Vimos cómo gobiernan un país los que se sienten los dueños del mismo: Solo somos un costo más en sus ecuaciones para la jugosa renta. Un pueblo indisciplinado que pretende vivir bien.
Muchos de los que estaban en duda se desengañaron. Muchos quienes no creían lo sintieron en carne viva. Quedarán los irrecuperables que prefieren darse un tiro en la pierna. Los que salieron del closet a vomitar su ideario de desprecios que ya no ocultan para nada. Los que iban a golpear las puertas de los cuarteles encontraron su partido político. Pero a sus líderes les resultará difícil volver a camuflarse bajo la promesa de lo nuevo y lo distinto. Y eso es bueno porque las fichas se ordenan en el tablero.
Mi disparatada esperanza es que no puedan volver a engatusarnos. Que podamos al fin ponerle fin a la historia cíclica de infortunios argentinos.
