La autocracia, bien gracias

¿Cómo actúa una persona que tiene una concepción del poder no democrática sino autocrática?

Si sus gobiernos han provocado desocupación, expulsión, marginación, corrupción (y sus correlatos: hambre, desasosiego, violencia), lo que hará el autócrata en tiempos pseudo democráticos será invadir cualquier emprendimiento que trate de rescatar a las víctimas, o que busque abrir los ojos. Cualquier intención individual o grupal, caritativa o concientizadora, será literalmente abordada.
Entonces, en el supuesto de que un grupo cree una revista para ayudar o generar conciencia en los excluidos y marginados, el autócrata pondrá los ojos allí y la llenará de publicidad. Logrado este cometido, cualquier capacidad crítica de los emprendedores hacia el verdugo estará neutralizada. Quizá los autores no escriban un discurso a favor, pero sí licuarán las verdades para hacerlas “potables”.
Es sólo un ejemplo en abstracto.
El autócrata ocupa los espacios, desaloja cualquier atisbo de adversario, aborta la oposición desde la misma cópula porque el autócrata actúa a la manera de un forro, y lo es.
Así, en el caso de que un hecho pueda poner en tela de juicio el funcionamiento de su sistema, en una dictadura el autócrata tratará de socavar todo lo que rodee a ese hecho desde su mismo origen, mientras que en una pseudo democracia el autócrata será más sutil: ofrecerá a las víctimas sus propios abogados.

De fecundo a infecundo

En una democracia de mentira, el autócrata desacreditará la semilla de verdad. Esterilizará la semilla. O arrancará el brote.
Si el autócrata cree que un político o un periodista puede dificultarle el camino mañana, lo desacreditará hoy, le cortará los caminos. Hará correr tal o cual versión, cualquiera que se adecue a su necesidad.
Si el autócrata se entera de que lo van a denunciar por un acto de corrupción, o sospecha que le están por revelar alguna de sus fechorías, entonces convocará a la prensa para denunciar una posible campaña de difamación. Ganará de mano.
Si el autócrata cree que dos o tres hechos que manchan su imagen tomaron estado público y ponen en riesgo su permanencia en el poder, o su acceso al poder, entonces creará un hecho más grave, doblará la apuesta, y es capaz de bajar de su coche con sus amigos y fabricar un atentado, sólo por dar un ejemplo.
Esto, no sin antes asegurarse que el juez de turno sea un amigo que malogre cualquier posibilidad de investigación confiable del hecho.
El autócrata es autócrata como gobierno y como oposición, lo mismo da. Lleva a un extremo su concepción del poder maquiavélica, de modo que todos alrededor se permiten llamar libertad a lo que en verdad es opresión; colaboración a lo que en el fondo es control autoritario.
Él y sus seguidores cultivan viejas mañas, en esto de acudir con abogados del palo para “auxiliar” a las víctimas, de un lado o del otro. La treta da resultados extraordinarios, y para asegurarla sólo hace falta tener con qué pagar abogados. Como generalmente las víctimas son personas a veces con escasas luces y casi siempre con poca plata, entonces el circuito cierra a la perfección. Nada más eficaz, para fagocitar a la víctima, que colocarle un abogado amigo al lado y el autócrata lo sabe. Por eso a un autócrata jamás se le ocurrirá crear los mecanismos para que las víctimas (de sus obras) accedan a buenos abogados en forma libre, sin su necesaria intermediación. No, nada de eso. Nada de crear normas generales que afiancen la independencia. En una autocracia, las víctimas tienen que sentirse agradecidas con el mediador. El mediador es el propio autócrata y su séquito, y eso se extiende incluso a los planes sociales y al empleo público, por ejemplo.
(Colocar un general amigo en las filas del potencial enemigo es el mayor éxito militar que se pueda pedir. Ya se sabe de las satisfacciones que da, a largo plazo, dejar que un adversario mediocre gane alguna batallita de corto plazo para que emerja sobre los adversarios de verdad, y facilite la gran batalla).
En síntesis: al autócrata no le alcanza con apagar la críticas, también necesita que las víctimas le sean agradecidas.
Como estrategia es excelente, aunque si la construcción política se agota en eso de explotar los momentos débiles, en eso de sacar ventajas de la necesidad, entonces se estará ante un vicio que erosiona la esencia misma de la democracia, pero ¿importa la democracia a un autócrata?
El método se ve facilitado en el caso de que el potencial enemigo (la víctima) aún no sepa lo que es en potencia, y de estrategias conozca tanto como nada porque lo suyo es vivir y dejar vivir, no asaltar el poder y menos a cualquier precio.

Rodear a la víctima

Otro ejemplo: usted es una persona sin estudios, sin empleo, depende de un plan social. Mañana le matan un hijo en el hospital público por negligencia de la autoridad. ¿Qué hará el autócrata, sea que esté en el poder o en la oposición?: acudirá de inmediato en auxilio de la víctima, no a consolar, no a prestar socorro, sino a rodear a la víctima con profesionales del palo.
Porque el autócrata no piensa en el bien, piensa en lo que le conviene. Si hoy le conviene palmearle la espalda y organizar una choripaneada en lo del Paraguayo para sacar votos del barrio, le palmeará la espalda y organizará una choripaneada en lo del Paraguayo sin ningún escrúpulo. Y le dejará unos billetes para que reparta. Si mañana le conviene decir que el Paraguayo es un chacal, dirá que es un Chacal sin hesitar. Lo que conviene, y en el momento justo. Escrúpulos no figura en el vocabulario de un autócrata.
Si el autócrata anda con el cinto lleno de plata, entonces estará a un paso del patoterismo. Hubo un tiempo en que el autócrata se escondía de la plebe, pero días atrás se lo vio inflar el pecho y decirle a un vecino de San Benito que él venía solo, que estaba al frente, y le faltó el popular “saltá pa´ la calle”, a sabiendas de que no hay mejor defensa que un buen ataque. Y más si se encuentra al lado de cincuenta policías.
El autócrata aparentará. Si hoy tiene que ceder, en apariencia, un pequeño espacio para consolidar el poder cederá ese pequeño espacio, pero al mismo tiempo avanzará en otro mayor. Si la sociedad alcanzó a abrir un poquito los ojos y descubrió que el autócrata le está controlando la mitad más uno de los jueces, entonces el autócrata se verá obligado a crear algo parecido a una selección de jueces un poco menos oscura con un pseudo Consejo de la magistratura que le sugiera una terna de postulantes para él elegir el juez; y en simultáneo se reservará el control de la selección de los jueces principales, los vocales del Superior Tribunal de Justicia.
Como si fuera poco, si el autócrata tuviera una posible remota dificultad en algún ámbito con los jueces de un Poder Judicial que en el espíritu autócrata debe ser obediente, entonces el autócrata creará una lista de conjueces adicta hasta la médula.
De una nómina de 18 posibles conjueces elaborada por un autócrata bien conocido, tres fueron fiscales de estado nombrados por él mismo en anteriores gestiones, lo que equivale a decir que colocó a todos sus ex fiscales de estado; y otros doce son y fueron abogados propios, ministros de su partido en el gobierno, o abogados de amigos dilectos si no legisladores del palo. Quedan tres con alguna independencia, en una proporción que asegura la impotencia absoluta para equilibrar nada. Y eso después de haberse dado el lujo de eliminar una Fiscalía de Investigaciones, desacreditar al casi único fiscal que se animó a investigarlo, atorarlo de denuncias en su contra para que gaste las 24 horas de su jornada en la defensa propia; y se animó a echar a los empleados públicos que colaboraron con ese fiscal y entregar todos los expedientes con sus respectivas investigaciones ¿a quién? ¡A su abogada personal! (Si esto no es dejar al lobo que cuide de las ovejas…)
Si el poder constituido manda privatizar, el autócrata privatizará porque él no busca el bien sino lo que le conviene y en eso es también “pragmático”. Si el poder constituido muestra después indicios de querer encarar un camino distinto, entonces el autócrata renegará de las privatizaciones y la apertura indiscriminada y dirá que jamás adhirió a ese sistema.
¿Pero cómo se sostiene, en democracia, ese discurso tan distanciado de la realidad y tan emparentado con la dictadura?
Es mucho más simple de lo que cualquier mortal supone, dentro de una sociedad primaria: basta con hacerse de mucho dinero, venga de donde venga ese dinero, y controlar con ese dinero la mitad más uno de los medios de comunicación masiva de mayor alcance, hasta asegurarse el poder o acceder a ese poder. Ya en el mando, el autócrata controlará el 80 % (¡ochenta por ciento!) de los medios masivos de mayor alcance, sea a través de la propiedad con testaferros, sea con negocios espurios, sea con publicidad oficial (dinero del pueblo) distribuida convenientemente, sea con ayuditas personales para terminar una casa, curar una enfermedad, que consoliden la docilidad de los dóciles. Y de ahí en adelante todo será tamizado, colado, licuado, pintado, ensuciado, a gusto y placer del autócrata.
¿Cómo entender este atropello sin pensar que la comunidad misma es cómplice del autócrata?
Es una pregunta interesante. Sucede que la mayor parte de la comunidad trata de sobrevivir; una parte (no se sabe en qué proporción) es cómplice de la autocracia porque no está dispuesta a enfrentar estructuras; y otra gran parte puede ser más o menos conciente pero habla diferentes idiomas y tiene los canales de diálogo tomados: el autócrata puso los traductores, y les paga con dinero del pueblo.
Así logrará el autócrata que las mismas víctimas de su sistema (inclusive las víctimas mortales porque su modelo ha matado y mata en cuerpo y alma en los modos más diversos), esas víctimas aparezcan por muchos años como mártires propios. El verdugo le pone el hombro a los familiares de sus víctimas, les da consuelo.
Cuando el autócrata alcanzó este grado de desarrollo, entonces será capaz de destruir Edeersa y presentarse a la comunidad como el salvador de Edeersa; destruir Santa Elena y presentarse a la sociedad como el salvador de Santa Elena; comprar conciencia y hacer márketing con un supuesto halo de sensibilidad social; impulsar hasta los tuétanos el modelo de destrucción de la industria local y recibir la palmadita en el hombro de los industriales que quedaron en pie; apoyar todos y cada una de los avances del unitarismo que pervierte las escasas posibilidades de buscar equilibrio socioeconómico en el país y venderse como federalista.
El autócrata que alcanzó este grado de desarrollo se dará el gusto de hacer caso omiso de las denuncias contra Augusto Alasino o Sergio Urribarri y los colocará al frente del partido Justicialista, hasta que dejen de servirle. Y los sostendrá mientras el rejunte le convenga, salvo que alguno de ellos tenga información comprometedora: entonces la amistad durará más tiempo.
El autócrata se ocupará de designar en algunas pocas áreas a algunos nombres “potables” para amortiguar y atemperar las críticas. Así, el autócrata habrá impulsado el mayor proceso de concentración de la tierra, el transporte, las finanzas, los medios y el comercio que jamás se haya dado en los 200 años de historia provincial, y se habrá asegurado en simultáneo la conveniente estructurita mediático-clientelar-electoral que le garantice la permanencia en el poder, con una mínima de votos incluida.
El autócrata impulsará hoy una ley que facilite las salidas familiares de los condenados si la corriente marcha para ese lado, y mañana no tendrá empacho en acusar a los jueces que hagan cumplir esa ley. El autócrata hará de las cárceles verdaderas escuelas de delincuentes y luego pedirá que los delincuentes paguen sus culpas a la sombra de por vida, y todo sin que la sociedad le reproche nada porque un autócrata se cultiva en una sociedad permeable a la autocracia.
Para cerrar, ¿cómo quitar el velo a tanta farsa sin poner en problemas a familias que son víctima y que necesitan que alguien les de una mano? Es casi imposible, porque la autocracia llegó en el momento justo, antes de que el pueblo sepa de qué esta hecho el poder constituido; antes de que el pueblo se de cuenta que de esa mano no debe aceptar siquiera un casquito de mandarina.
Se está, pues, ante un asunto de índole cultural, profundo, y eso no tiene remedio de la noche a la mañana. El sistema está bien aceitado para desgastar a los críticos y apuntalar al autócrata y sus laderos por buen tiempo.
Claro, dirá alguno, una obra maestra del poder constituido.
Una obrita siniestra edificada sobre las debilidades del hombre y la comunidad, diremos nosotros, por respeto (respeto) a las palabras y a las personas.
Esas debilidades se originan en la pobreza, o en la misma falta de oportunidades que el autócrata se encargó de construir para transformarse en imprescindible.
Pero, insistirá alguno, ¿cómo se logra este evidente atropello a los derechos en plena democracia?
La respuesta es muy simple: ¿qué democracia?

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