Veo tus huesos
desnudos. Huesos perforados, delicadamente ordenados en una mesada.
Te miro y te
reconozco.
Veo tus huesos
desnudos, recorro tus miembros delgados, no quiero que tomes frío… entonces
te arropo.
Te arropo con
tu primer grito en una clínica de París a la hora de la siesta del verano del
’54.
Te arropo con
la sal del ancho mar que nos transportó a tierras desconocidas y argentinas.
Te arropo con
la ascendencia que siempre te confirió ser el mayor de nueve hermanos.
Te arropo con
aquel pulóver rojo igualito a mi pulóver rojo y al pulóver rojo de nuestra
única hermana mujer tejido con incansables manos de madre.
Te arropo con
el corte de flequillo recto y nuca tapada, especialidad paterna para tus hijos
varones.
Te arropo de
cowboy y de tus furibundos ataques con disparos de cebita, persiguiéndome entre
los maltratados malvones del jardín. Por fortuna, siempre corrí más ligero que
vos.
Te arropo con
tu camiseta blanca cruzada por una banda roja, disputando el mismo balón de
cuero número cinco, yo con los colores de Boca bien pegados al pecho.
Te arropo de
uniforme escolar, de monaguillo, de mochilero, de apasionado por los números,
de inquieto estudiante universitario, de naciente militante revolucionario.
Te arropo con
las canciones de Daniel Viglietti para juntos volver a entonar la cubana
“Canción del elegido”, esa que dice “Lo más terrible se aprende enseguida y lo
hermoso nos cuesta la vida”.
Te arropo para
nuestros encuentros furtivos cuando el país ya era una gran trampa y vos un clandestino
más.
Te arropo con
tu único saco rústico, azul, gastado, y con tu postrera y ojerosa sonrisa
frente al objetivo en el invierno del ’76.
Te arropo y
vuelvo a desvestirte de galante amante de Cristina, tu compañera.
Te arropo con
los plomos que te apagaron y ahora se vuelven contra quienes te quisieron
ocultar por siempre.
Te arropo con
los yuyos y las moscas de Carreras, con la tierra de Melincué que abonaste con
tu carne dolida, con las flores sobre tu tumba posadas por manos desconocidas
para muertos desconocidos.
Te arropo con
los guardapolvos blancos de niños y docentes empecinados en ponerles nombres a
los habitantes más anónimos del paraje.
Te arropo con
seis gotas de mi sangre para que tus huesos y mi plasma se fundan en un mismo e
irrefutable ADN.
Te arropo con
la mano amiga de quienes te encontraron, te desenterraron, te cuidaron, te
devolvieron una identidad y una familia.
Te arropo, te
vuelvo a desvestir y te llevo conmigo.
Hermano, amigo,
compañero.
Partamos en
busca de más huesos desnudos, que quedan tantos por hallar.