En las esquinas, habilidosos malabaristas nos llenan los ojos con el espectáculo de sus ágiles, coordinados y armónicos movimientos.
En el centro de la ciudad, sensibles y afinadas voces nos rescatan de la rutina gris de los paseos comerciales. Algunos se acompañan de instrumentos, otros de unos pequeños bafles del que emergen contagiosas melodías.
Me han aparecido en el camino estatuas vivientes que se animan cuando una moneda cae de nuestras manos. Son composiciones de una honda profundidad filosófica. A veces la ciudad se hunde como un circo bajo la gran carpa de la bóveda celeste. Se transforma en un gran espectáculo artístico que podemos gozar.
En otras ocasiones, cuando el espectáculo no está tramado por la ficción, y pierde sus contornos de sueños y fantasías, se convierte en una función tristísima, incluso dramática y patética. Bajo el techo ovalado se contempla malabaristas que fracasan, escapistas acorralados, magos que apenas sobreviven con sus trucos e ilusiones y lo más triste, trapecistas sin red que tropiezan de su camino ebrio y caen al abismo. En ocasiones los payasos no miden sus malas bromas y cuchufletas, ni bufonadas destinadas al goce de sus jefes, pero al llanto del público.
A veces el circo deja de ser arte y se convierte en miseria, en monumental tristeza. Encima los honorables dueños, aquellos con los que todo el mundo quiere hablar, porque son los que mandan, se dedican a domesticar y castigar con sus afilados látigos a quebradas y vencidas bestias que presentan como violentas fieras.
Nuestros concejales elaboraron una “ordenanza” que prohíbe las actividades circenses en la vía pública y pretenden eliminar cuida coches y limpiavidrios. Aquellos pierrots callejeros que con desprecio e impiedad llaman “trapitos”. Aquellos que hacen, temblorosos, un desesperado equilibrio sobre cordeles y cornisas, para evitar caer, de cabeza, en el abismo de la basura. Oscuros malabaristas que no han podido con el derrumbe estrepitoso de la gran carpa que los rechaza. Aquellos sometidos a la indignidad de un espectáculo que nadie quiere ver. Expulsados al hambre y a la muerte.
La ordenanza podría haberse privado de farsas y chuzonadas, pero no. No ahorra sombrías mascaradas cuando pretende que su intención es proteger del peligro a los artistas circenses, dado el riesgo de “jugar con fuego”. De veras dicen que quieren protegerlos del peligro que conlleva su actividad. Ni economizar muecas burlescas con el fantoche de que brindarán trabajo a los marginados trapecistas de las calles. O mejor dicho, que se ocuparán de “contenerlos y atender su vulnerabilidad social”. Burlesco y jocoso modo que harán la farsa, durante un tiempo, de alimentar a los orangutanes en sus jaulas. ¿Qué impulsará sus impúdicos latigazos? ¿Será “embellecer” la pista para los turistas limpiándolo de molestos arlequines? ¿O mimetizarse con un público cada vez más intolerante e insensible?
No lo sé. Solo sé que bajo el toldo estrellado, que habitamos todos, otras tormentas amenazan. Salarios que no alcanzan, espaldas castigadas bajo la fusta del negreo, una pobreza miserable, agroquímicos venenosos, ambientes contaminados. Bajo esa tienda que no cobija a todos, los tigres de cartón, hacen mutis por el foro.
(*)Psicólogo MP243