Villa Gesell es un lugar con una historia proverbial, con hitos fundacionales que le dan un cierto toque quimérico. Su fundador, Carlos Gessell, nació en 1891, de familia alemana, fue un comerciante, pero también un inventor y emprendedor fuera de lo común. Cuando conoció, casi casualmente el Tuyú, ese infernal desierto de mar y de arena, sus más audaces sueños e ideas se agitaron como un remolino. Proyectó plantar árboles en la arena y se encontró con la incomprensión; tanto que lo apodaron “el loco de los médanos” cuando, en 1931, apostó a forestar la zona.
Sin embargo, su finalidad era abaratar los costos de la madera y dotar de materia prima a la “Casa Gesell”, empresa familiar que producía cunitas. Quiero decir, más allá de la tozudez excéntrica con que se lo conocía, la lógica que guiaba sus decisiones tenía siempre un contenido económico, comercial. No casualmente su modelo declarado fue Henry Ford, a quien imitó con cálculo y entusiasmo en sus desarrollos empresariales. El fracaso de la forestación de los médanos fue el apremio que propició un ingenioso plan de loteos, iniciando de ese modo, la creación del balneario y de la Villa. Esa es la historia más verdadera, más alejada de las leyendas. Aquellas que cantan al ícono ecologista, o laurean al hippie aventurero, la del loco excéntrico o incluso las más negras que lo vinculan con el nazismo. Fue un comerciante a veces más torpe, otras más hábiles, pero siempre guiado por una coherencia empresarial. Fue esa lógica la que derivaría en la construcción de un balneario y una Villa, que tras múltiples vicisitudes (1) sedujo a los jóvenes con promesas de una encantadora libertad.
TURISMO JOVEN
Hace unas décadas, Villa Gesell comenzó a alentar un turismo dirigido a los más jóvenes. Caminar por la costa, en enero, casi con el amanecer era escuchar los ecos de las peleas grupales, de los chicos que salían de los boliches, encontrarlos arrojados como bolsas inertes en la playa, catatónicos o vomitando siderales cantidades de alcohol, era escuchar la violencia que ellos mismos se propinaban, o los amasijos de la represión policial. Era sentir los rumores de los abusos sexuales y el colapso del hospital con la caída de adolescentes en coma etílico.
La villa, armaba su negocio, llamaba a los pibes, armaba mitos, inventaba la leyenda del rock, les facilitaba la llegada, el alojamiento, el consumo, les decía cómo tenían que ser. Creaba su mercado, buscaba los pibes, los exprimía, como si fuera un traje de baño salido del mar, les sacaba hasta el último centavo, para compensar la malaria económica del invierno. Los llevaba con espejitos de colores, los saqueaba, los vomitaba, pero claro… no los cuidaba.
El capitalismo es el lucro. No le interesan las personas. La ciudad, como Don Gesell, busca maximizar las ganancias y reducir costos, nada más, ningún rostro humano. Por eso es tan patético ver hoy, después de lo que pasó, policías en todas partes, custodiando y “cuidando” Gesell, como una hipócrita puesta en escena en la que juegan al “acting” de la “seguridad” como marketinera respuesta al miedo y a la violencia.
Es claro que minar las calles y las plazas de policías no significa cuidar a los jóvenes. Guillermo Saccomano (2) dijo, poco después del asesinato de Fernando, que “hay que ser muy hipócrita para sorprenderse por el asesinato de un pibe en el verano de Villa Gesell. Cualquiera (cualquier Gesellino) sabe que el verano y los jóvenes son una bomba de tiempo lista para estallar…basta (ver)…la masa inabarcable del piberío en curda para darse cuenta que un mínimo cruce puede desatar una batalla campal”. Refuta el asombro, cuando los últimos veranos de enero, la “industria del entretenimiento” los empuja a la violencia, las peleas a la salida de los boliches y a la deriva mortífera de sustancias sin límite con las que, atolondrados, buscan “sentir” su sangre ardorosa, fuerte, tierna. Chicos de clase media, padres desentendidos que los consideran ya responsables para desentenderse de sus vacaciones libres y desmesuradas. Saccomano cree que lo que pasó, el horroroso asesinato de Fernando no fue tan sorpresivo, que no puede desligarse de estos contextos.
Yo creo aun que representa el producto de una cultura mucho más compleja aun que la propuesta del turismo joven de los eneros gesellinos, creo que no puede desprenderse de una cultura de la violencia, de la crueldad y de la muerte que debemos cambiar, para que algo, al menos, cambie.
BOLICHE Y SANTUARIO
Sentí angustia, aún más, desgarro. Tristeza infinita. Ver el santuario levantado a la memoria de Fernando Báez Sosa, frente a “Le brique”, sofoca, oprime. Cientos de inscripciones exigiendo justicia, perpetua, rosarios, estampitas, velas, mensajes de consuelo para sus padres. Para los padres de Fernando. La sentencia de primera instancia condenó a varios de los homicidas a prisión perpetua. ¿Habrán sentido algo de alivio de ese dolor sin nombre? No hay forma siquiera de sospechar ese vacío angustioso, inconcebible, ese dolor que muerde y quemará para siempre. Sentí también, caminando por la avenida 3, el escalofrío ominoso de la cotidianeidad. Un contraste helado. La gente sigue su rutina alrededor de ese escenario espantoso y desolador. La indiferencia, o aun cierta incomodidad, en algunas miradas inquietas de un mundo sordo. Empujado por una marea incontenible, a retirarme de ese territorio sobrecogedor, a uno más palpitante y banal donde habitan, ciegos, el goce y el placer.
SENTENCIA
“Justicia es perpetua” repite la madera vertical del santuario y las paredes del boliche. Hace un rato dictaron sentencia a los asesinos de Fernando Báez Sosa. A varios de ellos los condenaron a prisión perpetua. Es más que claro que, esos muchachos, educados en el odio y el racismo, son culpables. Pero también es cierto que, conviene recordar, son un producto de nuestra sociedad. Emergen de un suelo común, no vienen del planeta Marte. El sentimiento de justicia alivia en algo a una sociedad indignada por la atrocidad de un crimen cobarde.
Guillermo Saccomano (2) dice que el acontecimiento no tuvo nada de sorpresivo. Que es una hipocresía considerarlo inesperado en Gesell, yo creo que podría haber pasado, y de hecho pasa, en cualquier lugar de nuestro país. También que, tras las condenas que nos protegen apenas del sentimiento de impunidad, debemos pensar las causas profundas de lo que pasó. Eso que pasó, ese crimen horrendo, podemos convertirlo, según lo decidamos, en un “recipiente” o en un espejo. Podemos arrojar allí, como a un tacho, nuestras frustraciones, nuestra impotencia o nuestro dolor. Podemos depositar en ese continente, nuestra rabia o nuestra satisfacción por la condena. Podemos transformarlos, aun culpables, en chivos propiciatorios. O, como si fuera un espejo que nos refleja, podemos también, mirar qué hicimos, interrogarnos y reflexionar acerca de las causas que hacen surgir estas bestiales agresiones. En ese caso, esta desgarradora historia no se termina encerrando monstruos. Si lo hacemos nos estaremos condenando, como Sísifo, a repetir para siempre estos dolorosos acontecimientos. Debemos mirarnos en lo que pasó, el espejo nos compromete. Nos exige una profunda y permanente reflexión sobre nuestra participación en la creación de la violencia, la crueldad y el egoísmo que atraviesan nuestras relaciones sociales. A preguntarnos cuánto y de qué modo tenemos que ver cuál es nuestra responsabilidad. El espejo nos compromete a convenir, a pactar, la construcción en la trama cotidiana de vínculos humanos basados en el buen trato, el amor, la ternura, la comprensión y el respeto por el semejante en su diversidad. Nos obliga sin excusas ni justificaciones a desnaturalizar todas las formas de violencia que atraviesan nuestros lazos sociales, nos conmina a volver intolerable el racismo, la discriminación, pero no el del otro, sino aquel que ejercemos anestesiados todos los días y todo el tiempo, a cuestionar el clasismo y toda idea que abone la superioridad y/o inferioridad de los hombres. A empeñarnos a construir, de veras, todos los días, concretamente, una sociedad más igualitaria, solidaria, equitativa, que no vea en el hombre a un enemigo, o una amenaza, a no verlo con desprecio ni inquina, a parir un hombre que confié en él como en un igual, que crea firmemente que sea tan posible la locura de sembrar la amistad como la de plantar árboles en la arena, aquella que hizo realidad el “loco de los médanos”.
- “El viejo Gesell” Guillermo Saccomano editorial Alfonsina
- “El crimen de Fernando Báez Sosa y la hipocresía de Villa Gesell ”La temporada nos va a salvar” Pagina 12. 22 de enero de 2020
(*)Psicólogo. MP 243