El abogado Milton Urrutia, querellante en la causa por abusos en el Seminario Menor, dialogó con EL DIARIO. Todo empezó, para él, en un campamento de verano, en segundo año de la secundaria en el Seminario Menor, en 1992. Pero las insinuaciones de aquellos días fueron derivando a lo peor cuando ya habían vuelto a clase, a los claustros resguardados del Seminario.
“Más adelante, me dijo que le gustaría que fuéramos íntimos amigos, y que primero tenía que ganar mi cuerpo y después ganar mi interior para llegar a la amistad. Me dijo también que no le dijera a nadie pues no iban a entender. A mí no me gustaba, pero confiaba en él. Y así lo hacía. Lo que hacíamos era que me llevaba a la cama, nunca me penetró, pero nos bañábamos juntos, nos acariciábamos en las zonas genitales”.
Quien habla es una de las víctimas de los abusos del cura Justo José Ilarraz, y esa declaración la hizo la tarde del 9 de julio de 1995 en la residencia episcopal de la Costanera Alta. Esa confesión fue escuchada, en persona, por el arzobispo de entonces, Estanislao Esteban Karlic, asistido por el padre Silvio Fariña Vaccarezza, hoy párroco de la Iglesia Catedral, y forma parte de los tres testimonios brindados por víctimas aquel año contra el cura Ilarraz en el marco de una investigación diocesana por abuso de menores.
Tenía 15 años cuando Ilarraz abusó de él. Tres años después le pidieron que recorriera los sórdidos senderos del infierno, y relatara lo que había vivido en el Seminario. Se paró frente a ese tribunal ad hoc y contó lo que pudo, mucho, demasiado.
A principios de julio de 1995 otra víctima fue citada en la Parroquia San Cayetano, y allí, los curas Silvio Fariña Vaccarezza y Alfonso Frank le preguntaron de qué modo Ilarraz justificaba esos abusos. “Argumentaba que formaba parte de la confianza –contó el chico– y de la amistad”.
Aquel proceso, a pesar de colectar pruebas contundentes –además de los dichos de las víctimas, se escuchó la declaración de superiores, como el director espiritual del Seminario, Andrés Senger, que reprochó la conducta de Ilarraz–, no derivó en una sanción contra el cura, ni tampoco se lo alejó del ejercicio sacerdotal.
Los chicos, entonces de 19 años, declararon ante la Iglesia bajo juramento de decir la verdad, y, además, de “guardar secreto” de todo lo dicho, de todo lo ocurrido.
Eso hicieron: guardaron silencio a la espera de una decisión que nunca llegó, hasta que decidieron romper el cerco del secretismo. Y exponer su dolor.
Los testimonios hablan de un año, 1992, pero hay un dato, aportado por el padre Senger, fallecido hace un año, que revela que todo habría empezado mucho antes, alrededor de 1988.
Pero también los hechos continuaron después.
El abogado Milton Urrutia dice eso: que los abusos los persiguieron desde primero a quinto año del Seminario Menor, una escuela secundaria orientada al sacerdocio que acoge a chicos que, en parte, permanecen en calidad de pupilos.
Urrutia alguna vez pensó ser sacerdote, y cursó el Seminario Menor pero a mitad de camino se encontró con lo que se encontró. Y torció el rumbo: concluyó quinto año, se anotó en la carrera de Leyes y se recibió de abogado en Santa Fe.
Cerró el libro aquel, el de la vocación, y jamás volvió a abrirlo.
Ahora es uno de los abogados querellantes de las víctimas, con quienes, además, compartió el mismo curso.
–Yo pertenecía al curso de ellos. Y a medida que avanzábamos, seguían siendo abusados, en tercero, cuarto y quinto, y por eso era la pelea interna entre Juan Alberto Puiggari y Justo Ilarraz (el primero, director espiritual del Seminario Mayor; el otro, prefecto de disciplina del Menor, N.delR.). No había ninguna animosidad entre Ilarraz y Puiggari. Pero Puiggari sí lo celaba mucho, porque los chicos ya llegaban “contaminados” por Ilarraz. Estaban en tercero, cuarto y quinto, y seguían teniendo como guía a Ilarraz, que en realidad era responsable de primero y segundo. Lo buscaban a “papá” Ilarraz, porque era el que les había dado todo el amor, entre comillas; con el que compartían todo. Nadie obedecía a Juan Alberto. Incluso, cuando Juan Alberto amenazaba con expulsiones, Justo Ilarraz era quien defendía a los chicos en las reuniones. Y eso creaba una especie de devoción hacia él, hacia Ilarraz.
No es todavía mediodía de viernes y la charla con Milton Urrutia está comenzando. Durará dos largas horas, y en medio el abogado, ex estudiante del Seminario, desgrana historias, cuenta detalles, se quiebra, bebe agua, se sopla la nariz, respira, sigue, dice por qué tengo que revivir este dolor, si yo no quise saber nada más con todo eso.
Dice.
Afuera, un día que no se decide.
–¿Había una compleja relación de los chicos del Seminario Menor con Ilarraz? ¿Cómo era?
–En realidad, Ilarraz pasaba a ser, prácticamente, tu padre. Esa era la relación. Ocupaba el lugar que tu padre no podía ocupar porque tu papá estaba lejos, en el campo, y vos estabas internado en la escuela. Muchos de los chicos eran del campo. Todo lo volcabas en Justo Ilarraz. Los chicos que no viven pupilos en un colegio interno, cuando van avanzando en su sexualidad les hacen las preguntas a papá; y las nenas, a mamá. Nosotros ¿a quién le íbamos a preguntar? Nuestro inmediato era Justo Ilarraz. Y por eso muchos chicos despertaron sexualmente en tiempo que no correspondía con Justo Ilarraz, porque él los llevó al despertar sexual. Los hizo avanzar, adentrarse en cosas que uno las hace siendo más grande, no a los 10 o a los 15 años. Y lo hace por propia voluntad.
–Era, también, su director espiritual, una figura bastante fuerte.
–Era el director espiritual. Era un generador de vocaciones, visitaba las aldeas, los pueblos, y traía vocaciones. Entonces, los chicos lo elegían como director, como guía de su camino a Justo Ilarraz, y era hasta el confesor. Juan Alberto Puiggari era muy poco elegido, porque siempre estaba serio y era muy hosco. En cambio, Ilarraz era muy dicharachero, jodón, alegre, era un pibe más. No ponía límites. De Puiggari decían que te miraba y ya sabía todo lo que pasaba en tu interior. Nos sembraban el miedo hacia Puiggari. Entonces, nadie lo elegía como director espiritual. Todos lo elegían a Ilarraz. El te llevaba a ver Patronato, te regalaba zapatillas, relojes, entrabas a su habitación en el Seminario, y tenía quesos, salames, tortas. Imaginate, nosotros en el Seminario teníamos comida racionada diariamente.
–¿Vos no elegiste a Ilarraz como guía espiritual?
–No, lo elegí al padre Senger, un gran hombre, un santo. Hizo un montón por el Seminario, un tipo recto, correcto, igual que monseñor (José María) Mestres. Un señor obispo. En la capilla del Seminario Menor, donde Ilarraz iba a pedirle perdón a la Virgen después de sus perversiones, yo lo ayudaba a monseñor Mestres en las misas. Y con el padre Senger íbamos juntos en su Renoleta verde a visitar los pueblos, a visitar a las benedictinas de Aldea María Luisa. Con el padre Ilarraz tuve otras cosas. Lo que aprendí era toda la parte legislativa y administrativa. Era un gran generador de cosas. Cuando yo estaba en cuarto año, montó una librería con kiosco, con una gran fotocopiadora, una innovación para la época. Yo manejé la librería hasta que se fue Ilarraz, porque yo no tenía buena relación con Puiggari, que fue el que quedó a cargo del Seminario. No me quería. Yo vi y conté algo que no debí nunca ver ni contar, algo que le molestó mucho a Puiggari.
Tiene unos papeles adentro de un sobre de cuero, marrón. Lo abre al sobre, lo estruja contra el regazo, saca unas hojas, las muestra apenas. Son cartas, dirigidas a las autoridades de la Iglesia, cartas urgentes.
Urrutia habla de un modo torrencial, pero por momentos se repliega, se hunde en un silencio que se adivina doloroso.
Ahora está así, en silencio. Un momento incómodo para preguntar.
Levanta la vista y espera la pregunta.
–¿Ilarraz intentó hacer con vos lo que hizo con otros seminaristas?
–No voy a contestar esa pregunta. El tema es el siguiente. Las víctimas, entre ellas, no sabían lo que le pasaba al otro. Si yo sabía algo, no lo sabía el otro. Nadie sabía nada, nadie contaba nada. Compartíamos la misma mesa, cada uno tenía su propio sufrimiento interior, pero eso no lo contábamos. Expresábamos alegría, pero una alegría ficticia. Así como me pasó a mí, le pasó a un montón. A los que estaban cerca de Ilarraz, les decían la mucamita del cura. Mirá lo que decían en esa época, y por eso nadie contaba nada.
–Hablemos de la cadena de responsabilidades. Vos cargás mucho sobre la figura de Puiggari. ¿Crees que hay una responsabilidad central ahí?
–Monseñor Karlic es responsable hasta el tiempo que él actuó. ¿Por qué cargo contra Puiggari? Porque era el que nos cuidaba en tercero, cuarto y quinto año, y si él sabía, tenía que denunciar. Nosotros confiábamos en él, y las familias confiaron en él. Monseñor Maulión no sabía nada de esto, y cuando se enteró hizo todo lo que pudo hacer.
–Este domingo 7 la Iglesia inicia el Año de la Fe. Una de las víctimas ha solicitado que haya un pedido público de perdón por estos hechos.
–Efectivamente, queremos que pidan perdón a las víctimas, a las familias, a los laicos, y a todos los ciudadanos paranaenses, sean o no católicos. Tienen que pedirnos perdón a todos como ciudadanos que somos. Ellos lo apañaron durante años. Estuvieron demasiado tiempo Puiggari y Karlic sin hacer nada. No aventuro que vayan a pedir perdón. ¿Cuesta tanto pedir perdón? Si yo pido perdón cuando me equivoco, ¿cuesta tanto? ¿Qué es lo que puede pasar si piden perdón? Yo les pido que pidan perdón, en nombre de toda la Iglesia, de todos los sacerdotes.
–¿El perdón lo tienen que pedir Puiggari y el cardenal Karlic?
–Sí, los dos. Ojalá, Dios quiera, que se dé. Que pidan perdón.
Piden que declare Karlic
El abogado Milton Urrutia traza una cronología de los hechos que derivaron en la apertura de la causa penal contra el cura Justo José Ilarraz que ahora tramita el juez de Instrucción Alejandro Grippo.
Dice que él presentó a la primera víctima el 18 de septiembre, y que en esa oportunidad el testimonio fue escuchado por la abogada Paola Farinó, delegada del procurador general, Jorge García.
La segunda víctima la presentó Urrutia en Tribunales el 20 de septiembre, y que desde el inicio y hasta ahora una víctima ha sido clave en la ventilación de estos hechos.
Esa segunda víctima después contrató los servicios como querellante del abogado Marcos Rodríguez Allende.
Urrutia llevó el viernes una tercera víctima a Tribunales. De la audiencia participaron Farinó y el propio Urrutia, como querellante.
El viernes, Urrutia le requirió al juez Grippo que se cite a prestar declaración a ocho sacerdotes, más el cardenal Estanislao Karlic.