Desde entonces la situación parece ser la misma. Excepto la gran explosión del sistema educativo provincial –debemos reconocer que se han creado numerosísimas escuelas- quizá estemos peor en el aspecto cualitativo.
¿Por qué egresan del secundario miles de estudiantes sin haber logrado las competencias mínimas para ingresar a la universidad o al trabajo?
Mi hipótesis es que no se trabaja bien la lengua. No me refiero, claro está, a sujeto-verbo-objeto ni a problemas de ortografía. No me refiero sólo a la asignatura Lengua, sino a trabajar la lengua en todas las asignaturas.
Para empezar, la comprensión escrita. Todas las asignaturas deberían explorar la mayor cantidad posible de géneros: ensayo, monografía, entrada de enciclopedia, novela, artículos periodísticos, cuentos y una larga lista de etcéteras. No es lo mismo abordar la célula a partir de un manual universitario, un manual secundario o una revista de divulgación científica: cada autor, según el género, elige estrategias y deja marcas en su discurso que el alumno rara vez logra identificar –salvo que sea guiado. Una simple página de Historia puede estar plagada de connotaciones subjetivas que el estudiante no siempre detecta. Todo discurso se enfrenta a un contra-discurso real o virtual que los adolescentes deben captar. Aunque parezcan sinónimos –no lo son- hay que ayudar al estudiante a detectar la intención del autor. Por ejemplo: ¿el autor quiere persuadir? ¿el autor desea convencer?
En el aspecto oral, debemos, en primero y absoluto lugar, enseñar a los estudiantes a escuchar, a pedir la palabra, a cederla, a saber interrumpir para deslizar una digresión, un ejemplo, una analogía,…
Deberíamos regresar a la práctica de la exposición oral en frente del aula. No como lo hacíamos en los años sesenta –es decir, más o menos de memoria- sino explicando a los alumnos cómo se organiza una buena exposición, sus partes, la conveniencia (o no) de utilizar distintos tipos de planes expositivos.
Habría que insistir hasta el hartazo en la importancia de la escritura pero, por sobre todo, de la(s) re-escrituras(s): esta tarea es odiosa para los alumnos, inmersos en la cultura de la inmediatez (cf.: “Pero si igual se entiende, ¿para qué escribirlo de nuevo?”).
Debemos convencerlos y persuadirlos: en la medida en que se explora la lengua, se cambia un vocablo por otro, un giro por otro, se tacha una oración y se la cambia por otra, se desplaza un párrafo entero…, en la medida en que mediante la lengua intentamos precisar nuestro pensamiento, éste se profundiza y uno va aprendiendo más y mejor.
Por último –y esto conlleva todo un pacto y mayor esfuerzo de docentes y discentes- no conviene que el alumno entregue un trabajo apenas puesto el punto final. Por el contrario, debe leerlo y releerlo. Si el trabajo es domiciliario deberá dejarlo en reposo, luego darlo a leer a algún allegado para que le acerque sugerencias y sólo entonces comenzar la re-escritura.
Por parte del docente, conviene evitar la clásica actitud “Escribiste esto, merecés tal nota.” Debería devolver el trabajo dos o tres veces, con sugerencias para mejorar la construcción del producto.
Las actividades sugeridas pueden ser llevadas a cabo en cualquier asignatura. No, por supuesto, todos los días: sería imposible. Pero sí unas cuantas veces por año en todas las disciplinas.