Por Fosforito
A veces una fortaleza se puede convertir en una debilidad. Y lo que creemos que es algo bueno en nosotros puede resultar un factor contraproducente: Como la confianza que nos traiciona; El perfeccionismo que te hace un infumable; la tendencia a ser comedido que a veces te genera conflictos; El optimismo que cuando apenas recae te desmorona; La honestidad, la llave que te cierra las puertas; La sinceridad que te hace repulsivo; El talento para hablar punzante que fastidia; Tu capacidad de análisis que aburre… Esas cosas que al principio enamoran y con el tiempo se tornan imbancables.
Los seres humanos nos cansamos. Casi todos, creo.
Y ahora estamos cambiando recaudo y obediencia por una temeridad nacida de la necesidad de seguir viviendo la vida con cierta normalidad. Y la necesidad de volver a trabajar, por sobre todas las cosas.
La zafamos bastante bien siendo la ciudad -Y la provincia- que somos: Cerca de Buenos Aires y las grandes ciudades, recostados sobre una autovía de tráfico internacional, turística, limítrofe, grande y variada; con gente que viaja por trabajo y por placer, estudiantes que se van, que vuelven y que llegan.
Pero el riesgo de que pueda entrar el coronavirus está presente y nadie quiere pagar el pato. Todos nos hemos portado bastante bien: Los gobernantes trabajaron como decís que te gusta verlos trabajar, y vos hiciste lo que te pidieron que hagas.
Todos fuimos aceptables en este ensayo para la guerra.
Pero los momentos de la peste han cambiado.
El deseo y la necesidad se imponen al miedo primero, el de la muerte. Ahora lo inmediato es el hambre y la pobreza. A perder lo que se logró con años y esfuerzo.
El virus no se siente. La muerte no llega. Sin embargo las boletas siguen pasando por debajo de la puerta y los acreedores mandan mensajes con tonos menos comprensivos y pacientes; los niños se aburren, comen todo el tiempo y rompen las cosas; Los compromisos se prorrogan, pero se acumulan y levantan como una pared en el futuro cercano. La comida aumenta todos los días y no sale la changa para morfar. A esta altura de la cuarentena nos asfixia la soledad, y también nos asfixian los seres queridos con quienes vivimos encerrados.
- ¿Qué pasa, estimado? Se lo ve contrariado
- Dame 1000, Fosforito. Dame 1000 muertos y me quedo en casa
Y al peste que no llega.
Algo más de 4500 casos y menos de 250 muertos en un país que supera los 40 millones de habitantes. Menos de 30 casos y ninguna muerte a la fecha, en una provincia de 1 millón y medio de personas. 2 casos, escasos, importados e insulsos, en esta ciudad de 150 mil habitantes.
El enemigo no aparece y la tropa se inquieta. La catástrofe para la que nos estuvimos preparando y nos hemos postergado tanto, parece que no viene. Y hay quienes se animan a decir que lo peor ya pasó, que lo peor va a venir si no nos movemos un poco más.
Los hospitales están tranquilos, las camas en los estadios y polideportivos siguen vacías. Los respiradores sobran…
Quizás la peste no llegó justo por las cosas que hicimos bien hasta ahora. Por las cosas buenas que, a veces, se pueden volver en contra de uno.
Hay quienes se animan a soñar con una ciudad entre muros sanitarios, pero viviendo en libertad paredes adentro. Como esas ciudades amuralladas de la edad medieval.
Lo cierto es que hay que probar con algo. Queda en manos de todos que, el experimento que se intente, resulte bien.
Odio tanto esta frase, pero… Sólo el tiempo lo dirá.
