El problema argentino no se limitaba sólo a haber superado, en lo inmediato, una de las peores y más crueles etapas de autoritarismo y represión. En rigor de verdad, la dictadura militar de 1976/83 no fue más que la culminación de un largo proceso histórico de violencia política, golpes de estado, inestabilidad institucional, fraudes electorales, hegemonismo y proscripciones, democracia debilitada o distorsionada, iniciada muchos años antes.
La difícil transición entre autoritarismo y democracia implicaba poner el acento en el tema de los Derechos Humanos. Sobre todo en una sociedad no acostumbrada a ejercerlos.
Esa tarea le tocó al primer gobierno democrático instaurado en 1983, que presidía Raúl Alfonsín.
El tema debía de ser encarado desde dos perspectivas: la primera y más importante, asegurar la plena y más amplia vigencia del Estado de Derecho para las siguientes generaciones. Lo que llamaríamos los “DERECHOS HUMANOS DEL FUTURO”
El segundo problema, no menos complejo se refería al desconocimiento sistemático de tales derechos en la historia argentina, sobre todo la más reciente. Es lo que podríamos llamar los “DERECHOS HUMANOS DEL PASADO”.
LOS DERECHOS HUMANOS DEL PASADO
Se acababa de salir de una dictadura. De un período de extrema violencia, donde se habían desconocido las normas de derecho más elementales. ¿Cuál debía ser la respuesta de la democracia?. El Justicialismo, a través de su candidato Italo Luder planteaba que no se podía juzgar a los militares. En 1983 el gobierno de facto había dictado una "ley" que declaraba una amnistía general. El Congreso la podía derogar. Pero tendría efectos, decía Luder, sólo para adelante. Es de pensar que los votantes del Justicialismo de entonces-más de un 40% del electorado- concordaban con esta tácita "amnistía".
El candidato ganador, Raúl Alfonsín, sostenía, por el contrario que la "autoamnistía" era nula, no tenía ningún efecto. Y así la habría de declarar el Congreso, como ocurrió.
A través de su actuación pública Alfonsín había marcado tres pautas fundamentales:
a) No reincidir en amnistías o indultos o leyes de perdón generalizados. Estas habían sido, en general, las políticas de anteriores transiciones de gobiernos de facto a regímenes constitucionales. Y el resultado negativo estaba a la vista.
b) No actuar con espíritu de odio o venganza. Pero tampoco cerrar los ojos, y hacer de cuenta que nada había sucedido.
c) Delimitar los niveles de responsabilidad. En ese sentido Alfonsín habló claro: estaban los que dieron las órdenes, los que las habían cumplido en un clima de terror y coerción y los que, sea por crueldad, sadismo o apetencia de poder se excedían en su cumplimiento.
La distinción es importante: porque en la época del Proceso militar, y aún después, gran parte del arco político partidario-desde la derecha, hasta el Partido Comunista- sostenía que los altos mandos militares eran democráticos. Y las desapariciones, torturas o asesinatos eran obra de células , o grupos de tareas autónomas, a quienes ellos no controlaban. La clásica distinción entre "duros" y "blandos". Alfonsín sostenía la tesis contraria, que fue la que expuso y desarrolló la Fiscalía, a cargo de Julio Strassera y su adjunto Luis Moreno Ocampo: esto es, se trataba de un plan ideado intelectualmente en las altas esferas del Estado para enfrentar lo que, genéricamente, se denominaba “subversión”. Y que podía abarcar un concepto muy amplio que alcanzaba no sólo a los restos de grupos guerrilleros violentos, para entonces muy mermados, sino a militantes de cualquier partido u organización política, gremial o vecinal más o menos, contestataria. Y, a veces, incluso a quienes no tenían ninguna.
Desde ese punto de vista, era natural que el nivel de responsabilidad iba disminuyendo desde arriba hacia abajo, según la posición del acusado en el esquema de poder y el nivel de decisión. Era razonable suponer que "los de abajo" tenían muy limitada ese voluntad, condicionada por un aparato de poder que les imponía niveles de obediencia difíciles de cuestionar o desconocer.
Era la famosa "obediencia debida" que después tanto se distorsionó.
MEMORIA Y VERDAD
En esa dirección, el Poder Ejecutivo dictó el Decr. Nº 187/83, que creó la Comisión Nacional de Desaparición de Personas. (CONADEP)
Esta Comisión que presidía el prestigioso escritor Ernesto Sábato tenía por objeto recibir denuncias y pruebas sobre personas desaparecidas y remitirlas a la Justicia. Estaba compuesta por personas de reconocida solvencia intelectual y moral, del ámbito cultural, religioso, o de entidades defensoras de los Derechos Humanos. Se invitaba al Congreso a designar representantes, pero sólo la Cámara de Diputados-con mayoría radical- lo hizo. La mayor parte de la oposición, y algunas entidades de Derechos Humanos, cuestionaba que se formara esta Comisión. Y proponían en cambio que la investigación la hiciese una Comisión exclusivamente parlamentaria. Alfonsín se oponía a ello, pues entendía que se partidizaría la tarea, esterilizándose su acción en debates y controversias de tipo político. No le faltaba razón: en distintas provincias se crearon Comisiones parlamentarias que no sirvieron para nada.
La obra de la CONADEP en cambio fue impresionante: se establecieron aproximadamente más de ocho mil casos de desapariciones; se identificaron cerca de 400 centros clandestinos de detención; se reunieron infinidad de testimonios, documentación y todo tipo de pruebas que se elevaron a la Justicia.
Se formó un expediente de más de quince mil fojas, que se puso a disposición del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas.
Todavía hoy, la obra de la CONADEP es el aporte más importante al conocimiento de la Verdad y la Justicia de aquellos años de plomo
LA JUSTICIA
En diciembre de 1983 a pocos días de asumir el presidente Alfonsín firmó dos decretos: el Decreto Nº 157 ordenó el inicio de acciones legales contra Firmenich, Vaca Narvaja, Galimbertti, Perdía, Pardo , Gorriarán Merlo y otros jefes de las organizaciones guerrilleras Montoneros y ERP-.
El Decreto Nº 158 ordenaba iniciar acciones penales contra Videla, Viola, Galtieri, Massera, Lambruschini, Anaya, Agosti, Graffigna y Lami Dozo. Es decir las tres Junta Militares que gobernaron en el "Proceso de Reorganización Nacional".
Se habló de la "teoría de los dos demonios" porque, parecían equipararse, las situaciones de guerrilleros y terrorismo de estado. Sin tener en cuenta el acto de superlativo coraje de encuadrar como "terroristas" a quienes, pocas horas antes, detentaban un poder casi absoluto.
El enjuiciamiento a los responsables de "terrorismo de estado" debía hacerse respetando escrupulosamente el estado de derecho. Como los acusados eran militares o policías militarizados, correspondía fueran juzgados por Consejos de Guerra. Esto se dispuso que fuera así. Pero el Congreso dictó una ley, la 23.049, que preveía un mecanismo de apelación ante la justicia civil, o que esta tomase las causas en caso de morosidad del tribunal militar. Esto, les daba mayores garantías a los acusados.
PROCESO Y SENTENCIA.
De conformidad al esquema recursivo determinado en ley Nº23.049 , la cuestión en definitiva pasó a la Justicia Civil. El fiscal Julio Strassera, y su adjunto Moreno Ocampo, tuvieron la tarea de formular la acusación. Determinaron que existió un plan criminal, elaborado en las más altas esferas. En aplicación del plan fueron detenidas ilegalmente, torturadas, muertas y desaparecidas miles de personas. Como era imposible juzgar todos los casos, seleccionaron, entre los más graves, o significativos, unos setecientos que fueron los que presentaron a la Cámara en lo Criminal, con abundancia de pruebas. Entre el 22 de abril y el 9 de diciembre de 1985 los integrantes de las tres Juntas de Comandantes que gobernaron de facto el país entre 1976 y 1983 , además de otros altos jefes militares y policiales, fueron juzgadas en juicio oral y público ante la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional. Fue un juicio conforme a derecho, aplicando estrictamente las normas del Código Penal y Procesal Penal entonces vigente. Con algunas modificaciones este último, para garantizar mayor amplitud en la defensa de los procesados.
En diciembre de 1985 fueron dictadas condenas de variada gravedad, que iban desde la condena a prisión perpetua a la absolución de algunos.
La Corte Suprema convalidó los fallos, reduciéndo las penas en algunos casos.
Más tarde, el 2 de diciembre de 1986 la Cámara Federal sentenció al general Ramón Camps a 25 años de prisión; al jefe de policía Miguel Etchecolatz a 23 años de prisión; al general Pablo Richieri a 14 años de prisión al médico de Policía Jorge Bergés a 6 años de prisión y al cabo Norberto Cozzani a 4 años de prisión, etc.
De ese modo la República Argentina se convirtió en uno de los pocos países del mundo que sin el apoyo de un ejército de ocupación , como en Nüremberg, ni recurrir a tribunales internacionales implantados ad hoc juzgó y condenó a los máximos responsables del terrorismo de Estado. Decisión cuyo valor preventivo respecto de la repetición de violaciones a los derechos humanos no debe ser subestimada.
Cuadra, como un homenaje, al lúcido y valiente fiscal, así como a los jueces de aquel Tribunal civil que, en un contexto de amenazas, presiones, estallido de bombas, y rumores de golpes y motines, se animaron a exponer ante el pueblo argentino y el mundo los extremos del horror de un período negro de nuestra historia, y sobre todo, respetando estrictamente la ley y el derecho, hacer justicia, repetir aquella frase conque Julio Strassera cerró su alegato: "Señores ¡nunca más"