Por Fosforito
El hombre caminaba concentrado. Era una apacible mañana de domingo y llamaba la atención su zigzagueo constante, sus frenadas y vuelta a caminar. Alternando pasos cortos, trancos largos y pequeños saltitos. Como si jugara una especie de rayuela sin demarcar.
Yo marchaba muy lento, por mi mano derecha, a contramano de donde él venía. Era una soleada mañana de un domingo espléndido en un veranillo de invierno. Me había llamado la atención su andar aturdido que parecía imposibilitado de salir de la incertidumbre de sus pasos.
Cuando me acerqué un poco más lo reconocí por su silueta ancha y el inconfundible arco que forman sus piernas, tan pronunciado que parece que podría caminar llevando un barril sujeto entre las rodillas.
–¡Estimado!
Cuando levantó su mirada pude notar la mueca de rabia que torcía su boca y la nariz que se le arremangaba en un gesto de enojo maloliente.
–¡Mierda, Fosforito! ¡Mierda por todas partes!
–Y si, cumpa. El mundo está complicado, pero relájese que hoy el día invita
Su mirada cambió de la rabia a la extrañeza cuando se percató que no lo había entendido.
–Le estoy hablando en sentido literal, Fosforito. ¿No la ve? ¡Mierda, caca, una estela de soretes por todas las cuadras! No se puede salir a caminar.
–Bueno, no se ponga así, suba que lo llevo…
–Muy amable, Fosforito, pero mire…
Me mostró la suela de su calzado. El parche de caca le cubría la mitad del mismo, desde el arco del pie hasta el talón, y subía por el doblez del pantalón.
-Su caca, dirían los gurises ¿Será de un animal eso? Qué tamaño
-Sáquese la duda usted mismo
La geografía era un campo minado de heces de perro. Algunos parecían pequeños confites bañados en chocolate. Había soretitos que dormían como piedras, secos por el tiempo y el sol. Otras deposiciones eran tan impactantes como flanes estrellados contra el suelo. Había también unas que mantenían cierta forma geométrica, pero estaban lánguidas y pálidas con color a mantecol. En una, bien grande y chirla, camuflada con la arena de una parte rota en la vereda, se podía ver impreso como un sello de cera, el logo de la marca de las zapatillas de las tres plumas que usaba mi estimado.
Caminé mucho más allá de lo que pretendía sólo para confirmar que el paisaje se extendía por toda la cuadra y más allá…
Me dijo: “Usted sabe Fosforito que me entusiasmé con unas fotos muy lindas que publicó un diario digital sobre la belleza arquitectónica de la ciudad, capturas de los detalles en las alturas de los edificios históricos. Así que salí a caminar por calles Entre Ríos, Urquiza, Mitre, 1º de Mayo, San Juan, Rivadavia, Roque Sáenz Peña y Damián P. Garat, por todo el centro y sus aledaños, para contemplar las esculturas, las molduras y las cornisas de las antiguas construcciones. Vio que uno siempre anda apurado y no se detiene ni a mirar el color del cielo…
Y sí… era comprensible su fastidio. Yo hubiera tenido tamaña bronca también.
Parece que los dueños de las mascotas ignoran las nefastas consecuencias de la comodidad de que sus perros salgan a depositar en las afueras, arruinando el intento de paseo despreocupado del resto de los vecinos. Tampoco parece importarles la salud humana porque cuando las heces se desintegran se incorporan al aire que respiramos, sus partículas viajan en el ambiente y pueden terminar en los alimentos que se consumen en la vía pública y, cuando las pisamos, entran a nuestros hogares parásitos, virus y bacterias que pueden provocar enfermedades de todo tipo.
Supongo que varios de esos perros son callejeros y abandonados, pero la mayoría de esas mascotas deben pertenecer a notables vecinos que tal vez rezongaban por el olor a la bosta de los caballos de los carros o por la basura que rompen y desparraman los más pobres entre los pobres en el intento de rescatar algo para cartonear o comer; vecinos que tal vez maldicen la ciudad por sucia y tienen sueños del primer mundo. O tal vez son simples desidiosos e irresponsables que se cagan en el otro dejando cagar a sus perros en cualquier lado, sin importar si es una plaza donde juegan niños, la rampa de entrada de un centro de salud o la puerta de ingreso a una escuela.
Si bien mi estimado amigo es medio cabrón, quejoso y, a veces, un poco exagerado, esta vez la evidencia parecía darle la razón…
Por cortesía no quiso que lo llevara. Prefirió volver caminando, limpiando la suela de su zapatilla en cada pedacito de pasto limpio que encontraba, continuar a los saltitos y esquives por las veredas regadas de heces de animal.
Me alejé lamentando la suerte de mi amigo, sintiéndome algo risueño porque era una situación que no dejaba de resultar un poco graciosa…
Hasta que llegué a casa y me topé con mi vieja estupefacta: La muy hinchapelotas, compulsiva por la limpieza y la prolijidad, con media columna vertebral de titanium, había salido a la vereda para arrancar con las manos los yuyos que crecen en el cordón cuneta. La encontré amasando un cacho de mierda con los dedos, mientras su cara se desdibujada del asco y las arcadas le sobrevenían provocando un vómito seco y doloroso.
Pensaba que, si la concientización, la empatía y la responsabilidad ciudadana no funcionan, se podría implementar multas y un impuesto a las mascotas para financiar un servicio municipal de limpieza de excrementos… y a cagarse.