El rebusque de fin de año

Matías tiene 19 años. Más temprano que ninguno, el lunes se estableció en la esquina de la plaza 25 de mayo y allí permaneció desde las siete de la mañana hasta las 9:30 de la noche. Es una esquina estratégica, “está entre dos bancos y por acá pasa todo el mundo”.
Ser vendedor de pirotecnia no es soplar y hacer botella. “Tenés que estar todo el día acá, corriéndote con la mesa a la sombra por la calentura y después volverte de nuevo al mismo lugar”.
No solo implica pasarse la mayor parte del día en una esquina, sino también perderse la reunión con la familia en los momentos previos a ambas celebraciones. “El 24 y el 31 voy a estar desde las seis de la mañana hasta las once y media de la noche, porque la gente a veces viene tarde a comprar cohetes”. Matías llegó a su casa con el tiempo justo para bañarse y brindar.
La frase, “a quien madruga, Dios lo ayuda” no corre para la venta de pirotecnia. Vale decir, instalarse una semana antes no es garantía de vender más. La mayoría de la gente prefiere guardar la plata hasta uno o dos días antes del 24 o el 31. Quizás prefieren aguantar hasta lo último para gastar en la cañita voladora, el tres tiros o la “base misilística”.
Y siempre hay quien prefiere esperar hasta las 11 de la noche del 24 o del 31 para ir a sacarle buenos precios, porque el vendedor es conciente que es el último instante para vender la mercadería. De lo contrario, tendrá que almacenarla hasta el año próximo.
Pero Matías estaba conforme el martes a la tarde. Había vendido “cositas para los más chiquitos: estrellitas, bengalitas, chasqui-boom, petardos chiquitos”. Las bombas y los “rompeportones” quedaban para más adelante.
Hace tres años que Matías vende pirotecnia. “Las fiestas del 2003 fueron feas porque me quedó material”, aseguró. La venta depende “de que la gente cobre, que tenga plata, que tenga trabajo”. Evidentemente, cuando falta circulante, los vendedores son los primeros en darse cuenta.
Matías en ese momento estaba solo. «Pero hay pronósticos que para el jueves va a haber muchos vendedores”. No estaba errado. Quien suele cruzar la plaza habitualmente entre las seis y la siete de la mañana, el 23 y el 30 habrá advertido un movimiento inusual. Ya había a esa hora más de cinco mesas instaladas que se triplicaron al mediodía.
Antiguamente, Matías vendía ropa en la peatonal. “Pero nos sacaron y nos tuvimos que ir para la Estación Norte”. Pero al poco tiempo tuvo que cerrar el puesto porque se estaba “fundiendo”. “No entra nadie ahí, es una muerte eso. Antes había 77 puestos, si quedan diez ahora es mucho”, añadió.
Ahora vende ropa en la calle. No es fácil. “Tenés que caminar. Yo me voy a Federación a las seis de la mañana y vuelvo a las diez de la noche. Los domingos me voy a Chajarí y los días de semana salgo acá, a la ciudad
Este vendedor tuvo que pagar $ 25 por los tres días, a razón de $ 8 el día, y el 24, $ 10 más, a Inspección General. Otra limitación consiste en tener que comprar la mercadería a mayoristas locales. Según Matías, no pueden traer mercadería de Buenos Aires. “No te deja la Policía Federal, la Gendarmería, ya perdí ropa el año pasado. Cayó un colectivo el 21 de diciembre que venía para las fiestas y eso nos cortó los brazos a todos los vendedores”, dijo.

“Salvar la ropa”

En la esquina del Mercado de Pulgas, los tablones prácticamente estaban unidos entre sí. Según cuentan los vendedores, todos respetan las ubicaciones porque se conocen y saben que lugar suele ocupar cada uno.
Jorge, 29 años de edad, comparte con su hermano una mesa pegada al ingreso principal al Mercado y tiene otra enfrente. Jorge también tiene un puesto en la Feria “Estación Norte”. “Pero me vine para acá para vender la pirotecnia porque allá esta muerto. Antes se vendía bien y ahora solo sacás para comer y nada más, admitió.
Cuando Jorge dice vender bien, significa “$ 80 o $ 100 por día, restando los gastos, te queda”. Pero vender mal significan “$ 20, te gastás $ 8 en remisse y lo otro para comer. No te queda nada.
La época de bonanza, según Jorge, fue a los 30 o 45 días de haber llegado a la Estación. “La verdad, vendía dos mil, tres mil pesos por semana”. “Pero ahora no, nunca me quejé pero estos meses me estaba quejando porque no se vendía”.
Las fiestas de fin de año son esperadas como un alivio. “Si tenés capital, se vende bien. Te deja como para empezar el año que viene a vender ropa” aseguró.
El 24 y el 31, a las doce de la noche, otra vez se escucharán las “bombas de estruendos” por doquier, decenas de cañitas voladoras atravesarán raudas los techos, los “globos aerostáticos” surcarán el cielo que se encenderá de a fogonazos con las “cebollas”, mientras algún chiquilín agite su “estrellita”.
Tan breve como lo que duran los estampidos es el trabajo del vendedor de pirotecnia, quien deberá volver a su ocupación habitual al día siguiente. Jorge, a quejarse de las escasas ventas de la Estación Norte, y Matías, a trajinar las calles hasta la próximas fiestas, cuando llegue el momento del “rebusque” de fin de año.

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