Por Fosforito
No sé por qué, pero cada vez que voy al súper siempre veo cosas que luego me dejan un rato tildado. Cosas que me hacen ruido… No sé si tengo esa suerte rara o es que el encierro y tantas horas frente a la computadora me están afectando…
Siempre hay personas a la salida del súper, también de los bancos, a veces ofreciendo alguna baratija, desde agujas e hilos, soquetes o estampitas. Otros sólo mendigan alguna moneda que sobre. Pero casi siempre, incluso los que intentaron venderte alguna cosita que no le comprás, te piden una ayuda.
¿Para qué hilo y agujas si apenas sé atarme los cordones? ¿Para qué una estampita de una virgen o de un santo si soy un ferviente creyente de lo que sólo existe en mi mente? Prefiero que guarde su mercadería para otras personas que puedan ser más reticentes a dar por dar nomás.
Igual, no soy afecto a la caridad, pero cómo negarme ante esos rostros dolidos por el desprecio y la necesidad… qué voy a poner a cuestionarme sobre los conceptos de caridad y solidaridad, sobre la necesidad de trabajo digno o políticas públicas inclusivas… ¿Qué carajos le aporto yo a esta sociedad para ponerme en ese pedestal?
Esos niños, niñas, mujeres y hombres, siempre terminan aclarando que están pidiendo para comer, para vestir a los hijos o pagar un par de boletos de cole para llevar algún pariente enfermo hasta el hospital… y qué me importa si es cierto o es falso…
Esta semana nomas, había un muchacho parado sobre unos telgopores gruesos, con medio cuerpo dentro del contenedor. “Hola flaco”, le dije ya con ganas de volverme a casa y encerrarme de nuevo con la bolsa de basura… “En mi bolsa hay botellas de whisky y colillas de cigarrillos más que nada” (le dije como queriéndo hacerle el pequeño favor de ahorrarse el trabajo de revisar mis desechos, pero la verdad que me pone mal, me incomoda, me provoca algo que no sé si la palabra correcta es lástima por ese otro, además de diferentes tipos de vergüenzas en mí). Me preguntó si no tenía unos pesos. Me contó que lo habían asaltado y me mostró un raspón en su mejilla (Lo asaltaron para robarle qué, pensé). Llevaba barbijo, hablaba un poco ligero y atravesado, pero pude entender que me pedía para darle de comer a su familia…
Otra vez alguien me estaba dando explicaciones que no pedía. A mí, un clase mediero agarrado de los pelos, que hace malabares para llegar a fin de mes, a mí que en mis desperdicios abundan restos de ocios, de placeres, aburrimientos y ansiedad.
Pero yo no doy explicaciones. Laburo y me doy los gustos que puedo cuando puedo. ¿O qué carajos es la vida sino? ¿Vegetar? ¿Sobrevivir? ¿Pagar impuestos? ¿Dejar de soñar que puedo cambiar el tele por uno más nuevo, comprarme un lindo equipito de sonido, o un pack de rollos de papel higiénico perfumado de doble hoja extra suave?… Qué tengo que juzgar lo que esa pobre gente haga con los pocos pesitos que junta. Yo que tengo mi parte tilinga como tantos y me limpio el culo como un duque.
Pero es tan grande el estigma, el prejuicio, que hasta los propios hambrientos se lo han creído: Que todo lo que ellos reciben se va por “la canaleta del juego y de la droga”, y entonces, aparte de la ignominia de mendigar, tienen que dar explicaciones de por qué lo hacen.
….
Mientras tanto, en el vacunatorio vip de Miami, compatriotas pudientes arriban con los dólares ganados –la mayoría de ellos seguro que en buena ley-, comprados y sacados de la Argentina para ponerse la vacuna contra el coronavirus en la playa, en el shopping o en una enfermería y quién sabe para cuántas cosas más por las que nadie se pregunta…
(¿Eso no es saltearse en la cola también?)
Pero claro, están en su ley y los que tienen plata pueden hacer lo que quieren en este mundo que los hace merecedores de la verdad, los derechos y los privilegios.
Son los que no se van a morir cuando se mueran los que se tengan que morir.
¿Cómo culparlos? Cada uno hace con su plata lo que quiere y con sus miedos lo que puede. Todos tememos a la propia muerte y la de los seres queridos. Haríamos lo que esté a nuestro alcance para impedirla.
Como aquellos que se fueron de nuestra ciudad y de la provincia renegando de la atención médica local. Con casos paradójicos como el del buen doctor, socio y dueño de un sanatorio, o el senador entrerriano que huyeron de la salud pública provincial para salvar sus vidas en clínicas privadas de Buenos Aires…
-¿Y usted qué haría, Fosforito?
– Ah no, yo como Macri: no me vacuno hasta que no esté el último argentino de riesgo vacunado.
La tirria brota cuando, vacunaditos y sanitos, gracias al privilegio del poder económico, a sus influencias profesionales o políticas, algunos despotrican contra el país, contra el plan vacunatorio y bajan línea sobre lo que deben hacer los que no tienen más esperanzas que las que hay, y no tienen otra suerte que “caer en la salud pública estatal”.
Cuando declaman que ninguna amenaza sanitaria o pandemia puede restringir la libertad individual y la democracia, que no viajan abarrotados en el transporte público, pero que exigen la vuelta a la normalidad, abrir las escuelas y que los maestros – todavía sin vacunar- y nuestros hijos vayan a congelarse de frío en aulas con las ventanas y las puertas abiertas, pudiendo contraer covid, bronquitis o cualquier otra porquería… y además, de paso, alientan la rebelión contra un supuesto orden autoritario y coso.
Esos parece que no tienen que dar explicaciones.
El pobrerío, sí.