Por Fosforito
Tengo una hija en primer grado de la primaria. Tengo una hija pequeña, otra vez… Quiero decir que fuimos padre y madre de nuevo cuando estábamos transitando ese momento en el que solemos usar la remanida metáfora “se cerró la fábrica”.
El asunto es que la nena empezó primer grado (primer grado, otra vez, para nosotros los padres). No recuerdo si llegaron a ser tres semanas de clases. Tengo el recuerdo de ella entrando temerosa y tímida a la escuela, con sus trenzas cosidas a ambos lados de la cabeza, la merienda, la fila en el patio, la bandera y la canción de Aurora… y de repente se esfumó ese primer grado. Esa especie de dejavu… Se esfumó.
De golpe estábamos encerrados todos en casa, desorientados. Pasaron semanas cuando volvimos a ver la cara de aquella “seño” por la computadora, y las de los compañeros que hasta hoy no recordamos sus nombres. Esas personitas virtuales con las que se saluda cada tanto. Todos esos pequeños deseosos por hablar y contar cosas, todos esos chiquitos inquietos que salen y entran del registro de la cámara web, que se distraen con su entorno del hogar, que se miran y se buscan recorriendo con sus ojitos y dedos las pequeñas pantallas fragmentadas de la aplicación.
Pero después de esos 50 minutos de encuentro virtual cada tanto, vuelven a estar solos y encerrados con el improvisado maestro en casa y el classroom.
Las tareas llegaban incesantemente todos los días, de a una, de a dos o de a tres a la vez, en modo tarea, en modo trabajo didáctico, en modo videos de Youtube: Lengua, Matemática, Música, Tecnología, Artes Visuales, Educación Física.
Al principio, era la sensación de agobio e impotencia. Había que enseñarle a leer y escribir. Empezando por cómo suenan las vocales y las consonantes, primero solas, luego combinadas y después el por qué la Y suena YE y a veces Y, la H que es muda, que no suena, pero tiene que estar igual, como esa U después de la Q y otras veces detrás de la G; y la R que -si está al principio de la palabra- puede sonar RR sin escribirse con doble R…
Sólo copiar la fecha, el nombre y las consignas -con su motricidad fina todavía en desarrollo- llevaba un tiempo largo y tedioso.
Y pasamos de la candidez, la dedicación y la sapiencia de la “seño” de la escuela a la impaciencia, el cansancio y la frustración de los mayores responsables que tuvimos que improvisarnos docentes en medio de la inquietud y la incertidumbre de los días.
Entonces se decidió que la escuela en casa (en mi casa) sería aprender a leer, escribir y hacer cuentas. Las materias complementarias iban a quedar a un lado. La música, las manualidades, la actividad física, no iban a ser materias de estudio. Serían sólo parte del ocio y el disfrute, de la improvisación y el tiempo compartido en familia. Nada de poner fechas y títulos en una carpeta de música, ni collage para ilustrar el 20 de Junio y la canción de la bandera.
Hubo mucha música durante el encierro para amenizar los extenuantes días; mientras la casa fue mutando en un atelier caótico: Las paredes empapeladas de dibujos de “Halloween”, plastilinas pegadas en el piso, en las sillas y sillones. Retazos de telas, pinceles, letras dibujadas en cubitos de cartón, vasitos pintados con unos y dieces que todavía no se perdieron, pero andan dispersos. Pizarras, heladeras y muebles decorados con pegatinas de Las Chicas Super Poderosas, de dinosaurios o “Los Increíbles»…
(El caos del universo empezó con un niño Dios que se aburría).
Nos propusimos llevarla a caminar un rato todos los días. Casi como una mascota. Solo caminar, sin tocar nada, porque los juegos en las plazas están con fajas de clausura y el guardia urbano o el placero -muy amables- casi que nos dicen “circulen, circulen.”
Tiempo después habilitaron con protocolo las clases de danza. Una hora, dos veces por semana. Su única actividad que está pactada: Cada niña con distancia social, dentro su cuadrado pintado en el suelo del salón, con barbijo, control de temperatura, piso de alfombra sanitaria y la declaración jurada de los padres para ingresar.
Los pequeños son los que más han sufrido esta época de aislamiento y distancia social. Encerrados la mayor parte del tiempo con adultos que pueden estar en casa, pero están trabajando la gran parte del tiempo. Sin escuela, llamándole “seño” a un rostro casi desconocido que aparece cada tanto en directo y online por la pantalla, o manda saludos y mensajes de aliento por WhatsApp.
No se tienen demasiados amiguitos a los 6 años. Alejados muchas veces de los abuelos y los tíos como si fueran los portadores de la peste mortal, cuando somos los propios adultos los que ponemos en riesgo la salud: Los niños no van solos a ningún lado. Ellos no tienen autonomía para ir a reuniones sociales no permitidas. Tampoco tienen teléfono propio, ni cuentas de Twitter, Facebook, Instagram o Tinder por donde eludir el aburrimiento y la soledad.
Ellos no tienen posibilidad de escape sin nosotros.
Y en ese “búnker” hubo que aprender a leer y escribir, a sumar y restar casi desde cero. En esa realidad transcurrieron estos meses de escuela en casa.
Ahora resulta que los maestros de actividades complementarias señalan, en el último informe, no haber recibido devoluciones en sus áreas y que es importante que cumpla con las tareas.
Lo dicen como si fuera una cuestión determinante para la promoción…
Entonces me dirigí a ellos -online- para contarles el porqué de la decisión de dejar a un lado las materias que consideramos no eran las prioritarias en estas condiciones.
Que supieran que, de ninguna manera, desestimamos dichos contenidos que nos parecen de vital importancia para el desarrollo y la formación integral de la persona. Sin embargo, y por motivos hartos conocidos, la vida de todos sufrió una ruptura abrupta. Lo que hasta ayer parecía normal, hoy todavía es una realidad añorada y lejana. Nos vimos en la necesidad de buscar nuevos trabajos. No sólo más trabajo sino otros, distintos. Tuvimos la necesidad de “reconvertirnos” como gusta decir ahora. Sumar trabajo para lograr la subsistencia de la familia; sin entrar en otros detalles personales que conflictuaron todavía más la situación.
Así que tomamos la decisión de dedicar el escaso tiempo, signado por el apremio y el cansancio, para que la niña aprendiera lo que nos parecía fundamental en esta etapa inicial: leer, escribir, sumar y restar. Cuestiones que -para nuestro orgullo y satisfacción de padres- pudimos lograr con éxito, a pesar de que hubo que acostumbrarse a una forma distinta de enseñanza respecto a la utilizada en nuestros tiempos como estudiantes.
Que fue una decisión de padres que las actividades físicas y artísticas no sean tomadas como parte de un deber, una tarea, o una obligación, sino como parte del ocio, el disfrute y el momento compartido.
Que hicimos lo que pudimos de acuerdo a las circunstancias y posibilidades en este tiempo aciago e inesperado. A lo que hay que agregar que hay hermanos que también necesitan tiempo, contención y recursos. Y todo eso sumado a un sinfín de tareas domésticas que no se pueden eludir.
Como padres cumplimos con los objetivos que nos propusimos. La niña lee, escribe, tiene compresión lectora y completó las actividades de matemática, no sin dificultades. Los «espacios curriculares complementarios» fueron tomados como recreación y se concretaron en casa como tal y realizados por ella misma (Que es mucho mejor que hacer los trabajos por ellos, como sucede tantas veces).
Así que -con o sin promoción-, desde este punto de vista, no fue un año perdido.
